miércoles, 13 de agosto de 2008

Viajes


Libro de viajes. Paso frente a la librería Jules Verne, cerca de Saint Michelle, un hombre ha puesto un cartel Je sorte a manger. Claro es más de la una. Los libros lucen vetustos, como si los hubiera impreso el mismo Jules. Como si hubiera estado parado al lado de la impresora en 1880, intentando corregir pruebas hasta último minuto. Son libros grandes y llevan impresos en francés los mismos nombres que coleccioné en mi infancia. La vuelta al mundo en 60 días, viaje a la luna, viaje al ártico. Jules Verne en París, un mediodía, entre el polvo y la oscuridad de aquellas estanterías que miro al pasar por un lugar que me remite al mismo autor de mi infancia. Desperté al mundo de los viajes con esos títulos. Viajaba en una cama cucheta, subido a un cubrecama amarillo con flores azules, en tórridas tardes que pegaban en una terraza amplia y soleada. Una casa grande y vacía en Parque Vélez Sarsfield. El nombre de un barrio con toques ingleses, Sarsfield, Verne, Emilio Salgari, Cortázar. Extranjeros en tierras extrañas. Como yo, bohemio sobre un cubrecama, con no más de diez años, leyendo el título de la colección Robin Hood que devoraré en una semana. Ahora soy el mismo y soy otro. Soy yo el viajero y son los libros marrones los que reposan. Esperando que alguien los abra. Libro de viajes. Es lo que intento escribir. Mis propias aventuras, que no hubiera imaginado cuando el siglo XXI era una ficción difícil de imaginar. Ahora que me traslado en pocas horas al Sur y converso con mi madre virtualmente, con una mezquina imagen de su rostro en un ordenador, como sucedía en Star Treck, quiero escribir mi propia novela de viajes. Ahora que me corre prisa por recibir una transferencia vía Internet que salvará cuentas que se pagarán solas realizo un viaje narrativo a la tierra del extranjero. Viajes geográficos a no lugares. Viajes virtuales a espacios signados por la ausencia. Viajes interiores a cavernas oscuras en lugares reales como un pedazo de pan o una masía catalana. Viajes de miles de kilómetros con demasiado poco equipaje para demasiado que olvidar. Viajes de olvido. Viajes de perdón. Viajes de sueño. Viajes al interior de mis personajes, de los personajes que inventaron otros personajes. Viaje intertextual a un laberinto Borgiano donde al final los hombres se encuentran con su destino, como en Sur. Viajes de Cortázar, la vuelta al día en ochenta mundos. Como un cronopio que aprece frente al mostrador de una aerolínea para reclamar que lo reconozcan como Cronopio, por favor, no como Fama. Viajes de Roberto Bolaño, exiliado que vive y descansa en el mismo sector de Blanes que yo. El sector de los desarraigados que luchan contra el olvido. Estos son mis viajes, oscuros, bellos, inocentes, pútridos y plagados de errores. Siempre a tono con los tiempos confusos. Siempre listos para internarse en un mar de dudas. Siempre listos para salir indemnes, fortalecidos, felices del destierro. Extranjero en tierra de nadie. Olvidado y recordado en mi debilidad y en mi destino. Extranjero que regresa después de generaciones a una tierra en la que algún ancestro se arraigó, fue expulsado, tuvo que vivir un exilio y no regresó jamás. Olivos y naranjos. Viñedos y masías. Muros y puentes. Sinagogas y mezquitas. Lo habíamos abandonado todo. No lo recuperamos. Lo recreamos, lo memorizamos, lo proyectamos. Y la mirada azul de los hijos que se funde con el mar. Nada menos que el mar Mediterráneo. Que se funde con la narración que continúa. Como texto. Como memoria. Como viaje. Como viaje de un extranjero.

California

Idioma

Cada vez que Sally Springfield se da cuenta de algo nuevo, sonríe con esa mirada entre escéptica y cruel que la hace irresistible. No es que su mirada sea cruel, es que estoy perdidamente enamorado de ella y no me parece bien que no sea yo el objeto de su mirada. He llegado a este pequeño pueblo en el Norte de California para quedarme unos meses junto a los acantilados. Lo primero que he hecho ha sido enamorarme de Sally. Es que solo tengo dieciocho años y nada que perder. Mis hormonas laten con tanta fuerza que ni siquiera este paisaje agreste de viñedos de Napa, árboles gigantes y acantilados junto al Pacífico, logran calmarme . Conocí a Sally en los pasillos de la escuela, me ví tentado de dejarle un papel en su casillero. ¿Para qué? Si solo soy un sucio mejicano que no tiene nada que ver con ella y su mundo de fiestas, alcohol y quien sabe que otras sustancias tóxicas y no tóxicas. Su mundo de sensuales puestas de sol en coches reventados, con tíos que seguramente aprenden de ella en diez minutos más de lo que yo he aprendido en mi corta vida de nadie.

Sally me atraviesa con sus ojos enajenados, hemos sido seleccionados, ella y yo, para hacer una entrevista al alcalde del minúsculo pueblo de Fort Crusade, en el Norte de la costa. Compartimos la clase de periodismo y ahora nos toca ir en su coche por la Autopista Dos , de noche. El sr Matheson ha decidido recibirnos en su hogar. Es una entrevista acerca de su vida privada, debemos reflejar sus intereses y sus gustos, hacer un reportaje con una muy particular visión y un estilo. Y lo tenemos que hacer juntos. No porque ella haya decidido hacerlo conmigo, sino porque yo me las ingenié para meterme en su grupo y desalentar a Zianne y a Paul de ir con nosotros. Una estúpida treta que ha dado por resultado esto: estoy en un coche destartalado con ella.. Soy yo el que está aquí, el sucio mejicano, junto a Sally Springfield. Intentaré decirle que quiero que venga conmigo al baile de la promoción. Intentaré decirle algo, en fín que podríamos ir al cine esta noche luego de lo de Matheson, que podríamos quedar para pasear por los acantilados una tarde de estas.

Matheson nos recibe con su hija Mindy, íntima de Sally y con su mujer Berta. Nos han preparado una magnífica ensalada de lechuga, puerro y salpicón de aves.

-¿ Italiano o griego?- me pregunta Berta

- Mejicano- le digo- pero en realidad ella se refiere al condimento de la ensalada.

Mindy y Sally ríen, pero creo que no se ríen de mí, creo que se ríen de algo que pasó en el patio.

- Cuéntenos sus hobbys, sr Matheson- dice Sally y cruza las piernas en el sillón de la casa. Lleva una pollera corta y un escote pronunciado. La ensalada y una pizca de cerveza hacen que sienta un calor fatal. Matheson hierve de recuerdos, anécdotas, historias estúpidas que no interesarán a nadie. Salvo a mí, que intentaré que Sally me invite a su casa para redactar este reportaje.

Ahora estamos regresando, las luces de los coches de frente encandilan a Sally y desplazo mi mano por su pierna.


No es el accidente lo que me altera, ni siquiera rodar por el acantilado rumbo a las piedras en las que se estampa el océano. No es verla morir conmigo, ni la increíble crueldad de su mirada y de nuestro destino. No es nada de eso. Es sospechar que la pude haber tenido si no la hubiera tocado, si solo le hubiera explicado. O tal vez si todo hubiera sido en mi idioma, si ella entendiera mejicano no estaríamos viviendo este segundo fatal.

Altea

Luz y sombra

Una luz extraña se cierne sobre Altea. Los peñones han mudado sus tonos, se han hecho leves como la tarde y los dejos de blanco les quitan imponencia. Los hacen suaves como nubes, a pesar de ser rocas milenarias, piedras de arena. No se sabe si es amarillo o gris ese peñón, lo cierto es que el mar ya puede extenderse a su alrededor, puede envolverlo con esa calma que no precede a ninguna tormenta. Aquí no habrá tormenta, solo habrá esta luz que muda a cada instante.

Los espectros que han bajado a la rambla y contemplan el espectáculo de la tarde, esa luz, están inquietos. Son dos personajes que vuelven de una mala película. Se han duplicado, en realidad son un solo espectro. Conversan sobre cosas y ahora tienen que ver a Babette. El restaurante de Babette está a unos metros de la playa de roca blanca. A este pueblo se lo ha comido la crisis de la humanidad. La última crisis, la que ha dejado el mundo sin artistas y sin nada que decir.

- No hablemos de crisis inmobiliaria- aventura uno de los espectros.- Hablemos de crisis de un modelo de vida.

- Los rusos nos vendrán a salvar, tal vez también los chinos. Tendremos que aprender chino, pronto.- dice el otro espectro.

El sol, que observa a los espectros desde el otro lado del peñón, los ve como pequeñas almas en pena, intentando comprender la tarde desde el vacío. Ahora se han sentado en lo de Babette, quien está de muy mal humor. Tiene un pésimo día, está harta de la vida que lleva. Catorce horas seguidas atendiendo un pequeño restaurante junto al mar no son poca cosa. Hacer eso todos los días del año no tiene sentido.

- Trabajo 365 días al año. ¿Qué quieren de mí?

- Que nos acompañes – dice uno de los espectros.

Babette mira a los personajes con escepticismo. Le parecen pintorescos, oscuros. Ella también es así. Sus ojos no guardan rencor, son hermosos. Tiene una boca que parece una pintura de Bodigliani. Rafael Bodigliani reside en el pueblo viejo, tiene un taller donde invita a las damas de Altea para pintarlas. Aún no ha pintado a Babette.

“Merecería ser pintada por Bodigliani” piensa un espectro mientras ella lo mira. El otro espectro está tratando de explicarle algo, balbucea.

- Únete a nosotros Babette, te haremos feliz. Tu restaurante está bien, la cocina mediterránea, el sabor de los productos del lugar, el pescado y el aceite de oliva, ya sabemos todo eso. Pero es mucho mejor ser espectro. Nadas en la luz y si alguien te pregunta algo, puedes remar contra la corriente y escaparte hacia el peñón. Al final somos todos luz, ¿no crees?

- No, responde Babette. Altea fue en un tiempo la capital de Atlantis, la ciudad perdida. Pero ya no lo es. Ahora está a merced de la especulación inmobiliaria.

- Hemos venido a salvar el espíritu de Altea- contesta el otro espectro, cuando sale de la fascinación por su boca. Está loco por ella y no sabe como decirle que la ama.


- El espíritu de Altea no tiene salvación. Nadie puede salvar este lugar. La gente del lugar seguirá comiendo arroz, de espaldas al mar.- dice Babette contemplando el peñón.

- El mar es tan bello que merece ser visto, al menos una última vez, como lo estamos haciendo hoy aquí. – aventura el espectro más racional, sin ninguna convicción.

- Tengo cosas que hacer, debo dejarlos ahora.

- Si nos dejas nos perderemos. Seremos luz y tal vez nadie nadie nunca más nos vea.- dice el otro espectro, un poco más convencido.

- Ese no es mi problema- Su mirada no es dura, sino irónica. El espectro enamorado no deja de contemplarla. Ahora son sus ojos los que lo han atrapado.

- Queremos que estés con nosotros. Que dejes tu forma humana. Somos amigos de Bodigliani…- un espectro mira al otro como diciendo: eres un fantasma, deja de hablar que ella no quiere escuchar.

- Sí, la próxima vez invitaremos a Bodigliani a comer y tal vez te inmortalice. Te podría pintar junto al mar, con alguno de tus platos y serías feliz.

- Bodigliani ha venido por aquí, es un ser adorable. Pero ahora debo preparar un banquete, gracias por la visita.

Los espectros caminan por calles húmedas y tristes, sumidos en un calor bestial. Son los días de julio en que la luz comienza a esconderse más temprano, en que deja de abrirse el espíritu de la primavera para entrar, sin que nadie se percate, un otoño en el más claro espíritu del verano. Ahora los espectros están tomando una copa en una plaza junto a la iglesia. La cúpula recuerda a alguna mezquita. Como habrá sido este pueblo cuando era árabe. Tal vez la gente usaba el agua y el blanco para protegerse de unos veranos como este. Los espectros no sienten el calor. Solo pretenden esfumarse, pero no lo logran hasta que no desaparece el último vestigio de luz. La oscuridad le gana la batalla a Altea. El viejo espíritu de Atlantis se esconde en la noche tropical. Este es un lugar intermedio. Aún no ha terminado de caer, no ha sido devorado, no se ha perdido. Pero cuando los espectros se pierden por falta de luz, hay aún menos esperanza que cuando Babette puso su restaurante, enamorada del mar y del peñón.

Barcelona

Nadie

Enrique Domingo Chad mira sin asombro el paisaje. Una fábrica destruida en las afueras de Barcelona marca el inicio de la zona urbana. Unas pintadas asumen que el lector entiende desde lejos un código secreto, salvaje, de alguna tribu superviviente. La única miseria real es la que se cierne sobre el inconsciente de los que leen sus libros en el tren, de los que escuchan con sus auriculares música que no comparten.

Enrique Domingo Chad se bajará en Sants, ha respondido a un anuncio de cuatro líneas donde se promete una entrevista sin tener que enviar currículum por correo electrónico y sin cita previa. No es en Sants donde tendría que bajarse, pero no importa. Deambulará por Barcelona hasta la hora de la entrevista, por calles que se cierran como un laberinto. Las inmediaciones de Sants colapsadas con las obras del AVE, los peatones y los bares cerrados a su aliento, las aceras grises retumbando a su paso. Una sola cosa se cierne sobre su cabeza, en el metro, en las calles frías y hoscas del final de la primavera. Él es nadie. Nadie para los que lo entrevistarán. Los demás llegan a esta ciudad con una mirada de afuera, como la suya. Avanzan como él en tren desde los suburbios contemplando las mismas pintadas y las mismas ruinas.


Ahora Enrique llega a la puerta del local, que parece la sede de una delegación de gobierno. Lo atiende una secretaria cabizbaja y sonriente, que en ningún momento lo mirará a los ojos. Le dirá que espere y él tomará asiento al lado de otros tipos que son nadie. Todos encontraron el anuncio la mañana anterior, llamaron y les dijeron lo mismo: que podían acercarse al despacho sin cita previa. Uno solo no tiene pinta de extranjero. Tiene aspecto de alcohólico. Seguro ha hecho un esfuerzo por dejar los tragos en un rincón mientras dure esto. Es el que se fuma un cigarrillo afuera, antes de entrar y sentarse para esperar a su lado. Los otros son morenos, ecuatorianos, africanos.

Si fuera con sus historias a intentar editarlas la sensación sería la misma: es nadie. Como escritor no le iría mejor que como oficinista. Y como nadie que es, tendrá que esperar la posteridad para que alguien lo escuche, para que alguien le pague por sus escritos. Ahora está delante de un tipo diferente, que sí tiene un puesto, que sí tiene un sueldo. Aunque todo salga bien en esta entrevista, su beneficio se hará esperar. Porque primero, según le explican, tiene que pasar el día de prueba. Es sencillo, solo entrar en las casas de la gente vendiendo productos químicos. Empezar de abajo, escalar en la pirámide. Le explican con lujo de detalles lo que tendrá que hacer, las oportunidades que se le abrirán. El cubículo no tiene ventanas, solo vidrios que hacen que todo el mundo pueda mirar para adentro.. Se incorpora y pide ir al baño, en medio de la entrevista de trabajo eso no se hace. Justo cuando le están pidiendo que hable de sí, sale urgido y se mira al espejo. El ecuatoriano y el alcohólico ya lo han hecho, educadamente. Nadie hace una cosa así en una entrevista de trabajo, irse en el momento en que puede explayarse. Cuando sale ya hay tres tipos nuevos en el cubículo vidriado, con el entrevistador. Ha perdido su oportunidad de contar su historia.



El Extranjero

Ingreso en el recinto, plagado de viejos. Algunos juegan dominó, otros miran la pantalla gigante donde un guerrero invencible descuartiza a un enemigo, otro se bebe una caña en el suspiro solitario de la tarde vacía. El mar queda a mi espalda, respiro la sal en la entrada y estoy en este recinto oscuro. Todos me miran al mismo tiempo, tal vez son pescadores o han pescado en el pasado. Vienen de los barcos y de las olas. Yo no sé de donde vengo, si me preguntaran, no sabría como definirme. Tal vez a ellos les pase los mismo conmigo, tal vez les pasa lo mismo que me pasa a mí conmigo. Ahora me miran en silencio. La verdad es que el idioma que hablan es parecido al mío, pero no les comprendería si me hablaran. Uno se me acerca, hace un gesto como si debiera dar la vuelta y marcharme. Ahora me doy cuenta que es el dueño del local, un hombre grueso, de unos sesenta años. ¿Me está pasando lo mismo en todos los bares de este puerto?¿Por qué no me dejan sentar y tomar una caña, descansar un rato, pedir un buen café con leche o un plato de lentejas con cerdo y sentarme a conversar con alguien sobre el tiempo? No puedo protestar ni hablar, porque no entiendo que me dicen. ¿Por qué no me quieren en este poblado? Debo vender para comer esta semana y no podré vender si no me hago entender. He estado en poblados hostiles, pero este está resultando ser el peor. He dejado mi vehículo en una callejuela lateral, porque nunca hay donde estacionar en estos pueblos de la costa, los carteles solo admiten los coches del lugar. Tampoco se puede circular junto al mar. “’Últimamente han regresado los piratas”, creí entenderle a uno que me habló, en otro poblado no muy lejos de aquí. Y entonces pensé que se referían a los inmigrantes que cruzan desde el otro continente en precarias balsas. Los dejan que se ahoguen, no los dejan ni pisar las arenas de las playas que rodean los pueblos y si llegan los encierran hasta que nadie se acuerda de ellos. Así parece ser la gente de esta tierra, que mi Compañía me ha asignado como territorio para las ventas de invierno. Pronto me echarán del trabajo, como a tantos de los que ya no conozco el paradero. Es que no tienen gran consideración con los extranjeros, como yo, que hace treinta años que vendo lo mismo. Me han sacado el básico, dependo de lo que le venda a esta gente para sobrevivir esta semana y las siguientes. Bonita forma de estimular mi trabajo. Estoy paralizado, cansado de salir al frío y de ser expulsado de todos lados, así que insisto y me acerco a la barra, tomo un banco y me siento. Leo el diario en el extraño dialecto, caprichoso y cruzado, de este lugar en el que no me quieren. Y mientras trato de dilucidar el lenguaje extraño, siento el sonido cortante y metálico. Es un solo clic que encierra toda la amenaza. Resume estas miradas que se han paralizado en mí. Se han quedado mirándome y he sentido ese ruido, ya me había pasado en otros lugares, pero ahora parece más terrible y definitivo. Y ahora lo siento de nuevo, es que estos tíos piensan matarme, digo en voz alta, como una reflexión más de lo acabado que es el circuito de la vida para un transeúnte. Y entonces son varios clic, hasta que levanto la mirada. Sí, me están apuntando. Despacio dejo el periódico, ni siquiera he pedido otra caña. Me dirijo hacia la entrada del pueblo, donde he dejado el vehículo. Los inviernos son cada vez más crudos, la playa tiene cada vez menos arena y no se ve nada más allá del monte que esconde este poblado. Solo puedo pensar que si no cobro algo en las próximas horas no podré comprar más gasolina y tendré que dejar el vehículo en uno de estos pueblos.





Ultima parada: Portbou


Mark Sidow era un tipo duro. Se había curtido en los oscuros puentes de Manhattan y seguía siendo el mismo aquí, en Portbou, donde nadie lo podría hallar a menos que se decidiera a recorrer unos puentes sinuosos luego de atravesar el océano. Mark no tenía nada que ver con Walter Benjamín que se había suicidado en este pueblo, ni con los últimos convoyes de republicanos que cruzaron el puente que aún no habían podido volar los aviones nazis. Básicamente no le importaba lo que hubiera sucedido allí, ni si le podría haber sucedido a él, ni que hubiera hecho si le hubiese pasado. Se había quedado anclado a mitad de camino entre Montpelier y Barcelona, allí se había detenido el tren y había bajado sin volver a subir. Si importaba o no lo que pensarían sus perseguidores era un asunto que por el momento no lo desvelaba. Porque Sidow sabía olvidar pronto. Por eso fue y se buscó una pensión cerca de la Plaça Catalunya y se quedó allí varado unos años, hasta que el tibio aire de la costa le inspirara para hacer alguna otra cosa.


Era un tipo duro, sabía de ratas y de serpientes. Eso sí ratas y serpientes muy urbanas. Como las de Buenos Aires o las de Miami. Lugares por donde se había encontrado con misiones estúpidas. Vigilar a un tío que baja del avión en Ezeiza y después tiene un contacto con alguien del grupo Steiner, buscar una tía que dejo a su marido por un músico frustrado en la Ocean Drive, pasear un perro por Washington Square hasta que aparezca un camello disfrazado de rap. Se pasaba la vida haciendo esas cosas el alemán, como le decían sus camaradas latinos. No era un tío cruel, pero si había que hacer boleta a alguien, allí estaba listo con su lugger calibre 35 para atravesarle el cerebro y dejarlo del otro lado. No le tocaba muy frecuentemente algo así, solo en ocasiones especiales. La peor fue cuando al jefe lo cogieron en Corleone, en su pueblo natal de Sicilia. Tuvo que cumplir un encargo con un ex policía en la rue de Saint Germain, en un distrito de la Defense en París. Ser internacional no garantizaba éxito con las mujeres ni una vida excitante. Solo garantizaba pasajes y estadías de hotel que luego tenían que ser liquidadas fehacientemente.


Pensaba que lo de Portbou sería solo una escala, que duraría unos años, que se desbancaría en el mar de recuerdos intrascendentes, que coronaría una etapa más.

Pero no fue así. Luego de visitar el cementerio, ya en la oscuridad, uno de sus perseguidores pudo divisarlo desde el fino puente del tren. Así es como terminó Sidow sus días, desbarrancado hacia el mar desde una altura de la Costa, sin entender por que el destino se ensaña con los perseguidos.

Inquilinos

Ahora que Z ha subido a vernos desde Llobregat, pienso que no hay por que temer. Si bien Eugenia tiene razón, no hay que temer. Es cierto que no lleva medias, que no está atento a lo que uno le dice. Está deteriorado, Eugenia me lo remarca en la cocina mientras descorcho la primera botella. Z mira a los niños y los atraviesa con su voz, como si no los reconociera. También es cierto que me ha dicho que su vida durará poco, que no piensa ir muy lejos. Ha regresado de las islas y se ha puesto a buscar trabajo. Su cuñada está loca, depresiva y es lo único que sé de la gente con la que vive. Tampoco sé por que decidió emigrar, ni por que siempre vuelve a estar en punto cero, como nosotros. No hay por que temer, solo pasará la noche en casa. Eugenia se quedará con los niños, dormiremos en el cuarto de ellos todos juntos y él en el sofá. Hasta que arranque la noche nos quedaremos tomando vinos, recordando los viejos tiempos, haciendo un repaso de vidas ajenas y lejanas, que alguna vez fueron nuestras.

Ahora que Z está aquí lo pienso, es que estamos solos, no importa lo que hagamos. Ese pensamiento me azota hasta en la intimidad del hogar, cuando siento que he completado todos los anhelos de un ser pleno. Ahora me asusta, porque Z me refuerza la idea de la precariedad, de la permanente movilidad de nuestro pueblo destruido, de nuestra generación perdida.


Nuestro único anhelo ha sido salvarnos y aquí estamos, idos, siempre volviendo a comenzar, con una valija de esperanzas tan precarias como las pocas pertenencias que nos hemos podido agenciar en una vida de inquilinos del bienestar ajeno. Ahora que Z me cuenta que quiso regresar, entiendo que el regreso es imposible. Es una tautología, como si uno siempre quisiera recurrir a la misma parábola que en el fondo nos aplasta. Como la roca de Sísifo, que subía la cuesta y luego caía para atrás para aplastar a los que es empeñaban en hacerla llegar a la cima. Así es nuestro país, está lleno de esperanzas como esa. Esperanzas que finalmente nos dejan con la sola opción de huir.

Z está callado, se ha quedado sin palabras, también nos hemos quedado sin vino. Se nos acabaron los recuerdos, y los recursos para recuperar la memoria. Entonces percibo algo que me lleva al cuarto y a los niños y a decirle a Eugenia que baje por la escalera de incendios, que salga con los chicos por la ventana. Hay que huir en plena noche.

-¿ Así?

-Sí, así, ya no podemos seguir aquí, tenemos que irnos en este preciso instante.

-¿A dónde?

-No lo sé, solo podemos salir de aquí rápido, en dirección al mar.

Los tres niños y nosotros, nos hemos abrigado porque hace frío, solo llevamos lo que Eugenia pudo meter en dos maletas. Le hemos pagado a un pescador nocturno para que nos deje en Sant Feliu. Hemos eludido la guardia costera y nos adentramos en esta ciudad nueva. Esperaremos el amanecer para encontrar un refugio, tal vez hallaremos a alguno de los nuestros para que nos aloje hasta instalarnos. Luego volveremos a empezar.

-¿Por qué lo hicimos?

¿Emigrar? Por tipos como Z, que parecen pero no son, porque si regresamos todos serían como él.

-¿Cómo te diste cuenta?- Me pregunta Eugenia abrazando a los chicos.

-Algo en su mirada me lo dijo.



Inglaterra

La leyenda de Hamerstin


El pequeño condado de Yorkshire amaneció aletargado, como cada madrugada. Flower batió los huevos amarillos a la hora de siempre. La niebla cubría las setas, un poco más allá del jardín que se extendía como un campo de golf hasta el límite del bosque. En Hamerstin habitaban animales extraños, se decía que era un espacio encantado. Una topadora se había llevado parte de esa leyenda y se había comenzado la construcción de un complejo comercial llamado Yorkshire Forrests. Pero la creencia en los seres extraños era tan fuerte que se sobreponía al cemento. Flower batía los huevos y miraba por la ventana. La bruma se llevaba la madrugada, se posaba sobre el césped y se asentaba mientras al mismo tiempo se desvanecía. Otras madrugadas eran peores, porque llovía en Yorkshire y entonces no se veía nada por la ventana. Siempre le pasaba lo mismo a esa hora, mientras observaba la silueta de los árboles le inundaba la sensación de que debía asistir a algún tipo de ceremonia allí, que debía dejarlo todo y encontrarse con algo que había perdido. El tiempo apremiaba, como cada mañana su atención volvía sobre la hora. Ya eran las 8 y no lograba culminar sus obligaciones. Aún le faltaba llamar a su marido y a los niños, servir los huevos, el café, el tocino, llevar a los cinco a sus colegios en Weston Huntingnare, dejar a su marido en la gasolinera y regresar a preparar la comida, hacer las camas y dejar todo a punto para las tres, horario en que había que buscar a todo el mundo. Eso tenía que suceder antes de las 9.

Las últimas horas del día anterior habían sido oscuras. Brightwater, su marido, le había increpado antes de dormirse con un primer ronquido a hacer las tareas pendientes respecto del sermón del domingo. Algo más que se agregaba a su lista interminable de obigaciones antes de las tres de la tarde. Les tocaba preparar un sermón para los fieles que se agolparían dentro del los muros de la pequeña capilla de Yasdale.

- El reverendo y el alcalde seguro que han pensado que es la manera de purgar nuestros pecados, Flower y debemos hacerlo, mañana al regresar del trabajo lo miraremos y lo terminaremos de adornar.

El bosque atraía más que nunca a Flower. Contemplaba como clareaban las siluetas en el amanecer. Esperando a sus hijos con la yema de huevo a punto, Flower sentía que cada día era igual al anterior, sin que hubiera interrupción alguna. Como si esa madrugada se proyectara en las madrugadas que quedaban para cumplir la semana y en las que ya habían pasado.

La noche anterior el profesor Haselblat se había presentado de improviso en su hogar, después de cenar. Afortunadamente los niños ya dormían cuando Flower y Brightwater atendieron al invitado con te de infusiones orientales. El mismo que habían bebido en su viaje de bodas en la lejana Singapore. El mismo que Brightwater había probado por primera vez en el hogar natal de Flower en los mares del Sur.

- El alcalde Mannings y el reverendo Flich han venido a mi despacho esta mañana. Me han encomendado investigar y recolectar pruebas en un engorroso asunto, lamento molestarlos en un horario tan inconveniente. El delgado profesor movía una mejilla hacia arriba en un gesto involuntario. Sus pequeños ojos azules seguían teniendo un destello lúcido, tal vez un último brillo antes de que la terrible enfermedad que paralizaba parte de su rostro se lo llevara. Su escaso cabello blanco parecía un doble canal para detener el agua que podía caer sobre su extensa calva en las interminables lluvias de Yorkshire. Tomó asiento sobre los cojines comprados en Tailandia en el living de la pequeña vivienda del matrimonio. Los niños dormían en el piso de arriba. Les dijo:

- El ser virtual está aquí. - Su mejilla se desfiguró en algo que parecía una sonrisa maléfica, pero era un simple efecto de parálisis. Brightwater miró a Flower como si ella fuera la culpable del asunto. Interrumpido en su rutina, sentía una invasión brutal. Brightwater era un animal de costumbres, más que el hecho de que lo acusaran de una manera tan directa, le molestaba no poder lavar el auto el domingo, no poder mirar el partido del Hammerson Town Lakers y tomarse una cerveza Crummings antes de descansar. Brightwater trabajaba de sol a sol en la gasolinera y sentía que se lo merecía.

- He venido hasta aquí, a esta hora, porque muchos dicen que el secreto está en las recetas de Flower. Ella fue quien agasajó la reunión del sábado. Hubo cincuenta personas que probaron sus platos. Una resultó envenenada.

Flower y Brightwater volvieron a mirarse al unísono. No podía ser que eso les estuviera sucediendo. Que los hicieran culpables de la maldad del pueblo, que a ellos, los que siempre habían apostado por la integración de los ciudadanos del tercer mundo a su comunidad, los que habían apoyado las causas justas, los que habían traído al maestro Muchumuchu para que hiciera de profesor de Karate y Tae Kwondo, estuvieran viviendo semejante agresión.

- Estamos horrorizados profesor, supongo que nos pasa lo mismo que al resto de la comunidad- dijo Brightwater con una voz de ultratumba. Lo dijo como si la muerte se hubiera apersonado en su domicilio y se lo quisiera llevar.

- Tengo las pruebas de laboratorio. El difunto presenta cicatrices en el esófago, como si la entraña de lobo que cocinó Flower el sábado hubiera contenido algún resto…humano- continuó el profesor sin ningún gesto en el medio, de corrido.

- Eso es una burda mentira- espetó Flower, - quiero ver esas pruebas.

- Las tendrá, Miss Flower, las tendrá- dijo el profesor incorporándose y dirigiéndose a la entrada, donde se colocó el sombrero negro y su sobretodo de prisa.

El brusco fin de la conversación que culminó con un parco adiós del profesor Haselblat dejó a ambos preguntándose por el sentido de las cosas. Ahora estaban allí, acusados por el pueblo de haber engendrado un monstruo y pronto eso llevaría a que sucediera lo inimaginable. Tal vez sus cinco hijos en un orfanato, Brightwater preso y Flower purgando una condena en una cárcel de mujeres. O algo peor. Discutieron hasta bien entrada la madrugada y al final llegaron a la conclusión de que la mejor manera de enfrentarlo era escribir un sermón el domingo y hacer un descargo público. Hablarían de la enfermedad social, de lo absurdo de construir un complejo comercial en una reserva endeble como la del bosque Hamerstin. Invitarían al profesor de karate a subir al estrado y a los padres amigos de las escuelas de Weston Huntingnare, a cantar una canción dominical que habrían preparado con esmero. Montarían un karaoke en la pequeña capilla e intentarían generar una participación espontánea, que ahogara toda sospecha.

Al mediodía se le presentó a Brightwater el ser virtual en la gasolinera.

-Tira la moneda- le dijo. Puso una moneda de un cuarto de libra sobre el escritorio --¿A que nunca te han hecho tirar una moneda para conocer tu destino? le preguntó. Brightwater no supo que decir ni que hacer.

-¿No sabes que hacer ni que decir? le preguntó el ser virtual. Pues tira la moneda porque si no, no podrás elegir.

Entonces Brightwater miró la moneda, miró al ser virtual y quizo abrir el cajón donde guardaba la Smith calibre 45. Pero cuando lo hacía el ser virtual le puso una bala de plomo sobre la oreja izquierda y Brightwater solo recordó algo blanco en un último suspiro.

Flower estaba contemplando el bosque mientras esto sucedía. Estaba frente a una hoja en blanco, tratando de escribir el sermón, tratando de defenderse del ataque, intentando recapacitar acerca de lo que tenía que decir o hacer para salvarse de esa turba enfurecida. Pero ya había cejado en el intento de escribir algo. Ahora solo miraba para afuera y se incorporaba lentamente, atravesaba la puerta, salía en dirección al bosque. Justo en el acceso, donde terminaba el verde del jardín y a veces pastaban unos ciervos, empezaban los trabajos de construcción. Flower los esquivó. Llevaba una falda liviana, que mostraba su exhuberancia. Flower era morena, provenía de algún rincón del remoto Sur, su cuerpo se extendía frente a Brightwater con frenesí. Otros la habían poseído, nadie le había podido robar lo indómito, lo fresco, lo intenso a esa piel. Ahora que había atravesado las grúas y las palas mecánicas se encontraba frente a una naturaleza pura. El ser virtual tal vez anidaba en una cueva oscura detrás del monte Swain. Sus amigos le podrían haber hecho desaparecer, ahora la rodeaban. Flower avanzaba por el bosque dejando a los niños sin recoger, dejando que la ley se encargue de ellos, que otra ley se apodere de ella y sus más recónditos deseos.

No lugares

En cualquier ciudad

Era una ciudad tortuosa, sus calles enmarañadas, sus edificios puntiagudos, sus peatonales escasas y siempre cortadas por un callejón sin salida o un abismo. Era una de las ciudades de mi recorrido, eterno, por lugares que sabía que tarde o temprano dejaría. Como una marca del destino. Como una huída quien sabe de que tempestades. Como un reconocimiento de la propia lejanía de todo, hasta de la lejanía misma. De pronto leer a los autores, reconocer a los maestros, acercarme a mi hijo, besar a mi mujer, develar el misterio de una noche sin sueño, son todas metáforas vacías. La vida se compone de esos destellos, momentos infinitos que a uno lo acercan a lo que pudo ser. Lo demás es anécdota, transcurre como una ráfaga de recuerdos, inaprensibles, tan esporádicos como vanos.

En esa ciudad de calles escarpadas que en el fondo desembocaban en el mar, reconocí por primera vez la ausencia. La nombré, la supe distinta y plena de anhelo. Como la había visto nacer en sus comienzos. Era ausencia que podía nombrarse de distintas maneras. Era como volver a ciudades, a mujeres, que uno ya había dejado. Era una ausencia triste, sonámbula, escasa. Pero estaba tan presente que me impulsó a las locuras máximas. Me impulsó, por ejemplo, a vivir el vacío de manera intensa. En un apartamento sin muebles, con ventanas que daban a paredes sin cielo, me asomé a una eternidad sonámbula. Comencé a describir el espacio sin sonidos, salvo el de las campanas que sonaban en la noche. Una para las y cuarto, dos para las y media y otra para la cantidad de horas que fueran.

En ese caso dieron tres campanas. Toda la ciudad dormida, el mar cerca, tratándome como a un intruso, las calles vacías, empedradas de noche, solo quebradas por el ruido de un gato comiendo un ratón o un pedazo de basura en una vereda olvidada. Y justo a las tres, las campanadas escasas que podrían confundirse con la hora cero, justo en ese instante, dando tres campanadas, asomando a la ventana infinita de un apartamento solo poblado por un ordenador y un teclado tecleando y mi presencia, percibí el vacío extenso que me relataba de nuevo la historia interminable.


Percibí mi irreversible pérdida, mi esperanza amarga y frustrada, mi destino de grandeza truncado por el vulgar afán, compartido por el gato, la rata, la culebra, el perro y el gusano, de convertir la vida en supervivencia. Y así me asomo a este momento crucial, en el que como en un relato de Borges, tuerzo el destino a mi favor o en mi contra. Y me encuentro conmigo o con otro, en un duelo a muerte, escapando del dolor y del peso de algo que de alguna manera está escrito y me toca enfrentar. Como en una ciudad invisible me albergo sin sueño ni canto, ya vencido de tanto luchar y escapar. En esta ciudad en particular, no tenía por que ser esta, podría haber sido cualquier otra, me encuentro de nuevo sin tiempo. Y asumo una certeza clara como el marfil, valiosa como el diamante, poderosa como el hielo: me estoy cercando.

Y cuando entiendo esa verdad tan simple y atroz, puedo seguir pergeñando un camino sin salida, tan tortuoso como una callejuela de la ciudad en la que he recalado como un huérfano insomne. Justo a las tres, después de la última campanada, apareció el cisne de la certeza. Entonces ocurrió algo que ni el mismísimo Edgar Allan Poe hubiera imaginado, ni el inefable Chandler ni ninguno de sus herederos. Sucedió que mirando por la ventana de ese apartamento vacío en esa ciudad enmarañada, alguien, que no era viento, movió la cortina que daba a una sucia obra en construcción, la sacudió de tal manera que no pude sino pensar que esa cosa no era viento.

Y cuando a mi izquierda, en la pequeña habitación en la que se refugiaba el espíritu de mi destierro, contemplé una masa incorpórea que adquiría forma. Ese pedazo de carne que se iba formando, que tenía brazos y manos, que no era una cucaracha de Kafka, ni se metamorfoseaba en nada extraño, se iba materializando gracias y a pesar de mi escritura. A medida que avanzaba en el relato, la forma se iba haciendo humana. Se convertía en una masa considerable, en un circuito de pelos y agua, de sal y tubos por los que transcurría la vida. Agua y sal y vida, la brisa del mar, con su sabor a origen de los tiempos, habían entrado por mi ventana. Y en la extasiada búsqueda de mi pasado, en mi renuncia a un sueño siempre esquivo y breve, había aparecido esa forma que se iba convirtiendo en real. A las tres y media la sospecha había terminado, dando lugar a una certeza de lo irreal, con la que convivía no sin espanto. El grito de terror que emití casi despierta a mi mujer y a mi hijo, en las otras habitaciones. Ahora estaba llenándome de miedo, pero luego, despacio, me puse a mirar la cosa aquella que había entrado por la ventana y se había sentado justo atrás mío, como un presagio de algo que debía haberme ocurrido antes o después que importa. Era una ausencia vacía, que me hacía recordar los lugares de los que yo había desaparecido, los lugares a los que había llegado para quedarme y que luego por alguna razón había abandonado. Era una presencia de algo que se materializaba y venía a dictarme, con toda razón, que me estaba volviendo loco. Pero en esa locura en la que la personalidad se desdobla de tal manera que ya no se distingue entre lo real y lo fantástico, había algo de casual y algo de destino. Porque esa forma que veía allí, como una sombra que asomaba a mi izquierda y tranquilamente se sentaba a escribir conmigo, a tomar un mate y disfrutar de la noche, era un personaje familiar, una presencia muy tranquilizadora y amable, que me acercaba al cielo y al deseo, que me sometía a la fuerza del amor y al poder tranquilizador del camino.

Esa sombra, tan temida al principio, tan extraña en el segundo después de la campanada de las tres, tan cansina y trémula, tan patética y triste, no representaba ninguna amenaza para mí. Cuando extendiéndome un mate, miré su rostro y reconocí sus manos, un estremecimiento me recorrió, pero luego, al tomar el mate y probarlo, estaba dulce y a una temperatura a punto para combatir la distancia que separa la noche del amanecer, me tranquilicé. Me extendía la bebida con la que se habían deleitado mi abuela y mi madre, desconocida en esta ciudad tan vieja y lejana. Mi vida ya no sería igual, tal vez esta sería la ciudad a la que llegué para quedarme, en la que mi hijo encontraría el camino, en la que en alguna calle sinuosa encontrara la salida, no solo hacia el mar, sino hacia alguna explicación coherente del descalabro que era siempre mi vida.

Y en la zozobra de la noche, en esa peligrosa raya que somete la razón a la locura, descubrí que ese personaje tan familiar sentado atrás mío, era yo.

Aeropuertos


Johan Sebastopol se apersonó en la puerta de salida. Tenía un vuelo a las cinco de la tarde. Pero no había llegado a tiempo. Le esperaba una larga noche en vela, contando con que alguien lo llamara, con alguien que le hiciera llegar una solución a su problema. Porque se había quedado sin dinero y creía todavía en que su padre se acordaría de él después de tanto tiempo y le resolvería la situación con un giro. Pero no había milagro. Con su padre y con su madre estaba peleado, justamente por eso estaba en el aeropuerto de Bogotá, esperando embarcarse de nuevo rumbo a Miami. Miraba las caras de los otros pasajeros. Seguramente, como a mí también me sucede a menudo, le pareció que tenían caras de oveja, que solo soñaban con que no les tocara a ellos. La fuerza temible de las FARC, la policía inmigratoria estadounidense, la venganza de los escuadrones de la muerte. Algo. Allí en Bogotá eran más borregos que otros, de otras latitudes. Los otros ascendían tranquilos a los aviones luego de haberse desnudado de cinturones metálicos, espumas de afeitar, cuchillos y botas con lentejuelas. Estos solo querían subir a horario, vanagloriándose de su suerte. No estaban del lado de los terroristas, ni tenían un hombre bomba sentado al lado. Eso los dejaba medianamente tranquilos, además de la seguridad de poder embarcar en el próximo vuelo. Pero Johan Sebastopol estaba en Bogotá y aquí la gente tenía miedo en serio. Él no. No lo habían dejado subir en el vuelo de las 9 y ya no había vuelos ni dinero para quedarse un día más en Bogotá. Solo por ser pobre se merecía esa suerte. Ni hablar de que su destino era Miami. De solo imaginar los boxes de inmigración se le ponía la piel de gallina. Unos cuarenta casilleros, uno al lado el otro, con tipos controlando papeles. Johan Sebastopol no iba a pasar ese control. Porque su pasaporte era de Bolivia. A pesar de ser rubio y alto, Sebastopol iba a correr la misma suerte de un pueblo miserable. Le iban a poner en el primer vuelo de regreso a lo que ellos consideraran su lugar de origen. Estas cosas sucedían todos los días en América, país generoso por excelencia, no como en otros lugares donde los americanos estaban solo de huéspedes. Donde no eran anfitriones, alguien como Sebastopol podía morir en un puesto de control, por un estúpido error. Podría convertirse en simple efecto colateral de una invasión destinada a darle más libertad y democracia a su pueblo. En un puesto de control así, Sebastopol no alcanzaría la promocionada dosis de libertad y democracia. Recibiría en cambio una o varias balas en el cuerpo.

Sebastopol seguía varado en Bogotá. Había conseguido un vuelo muy barato, lleno de escalas, con LLoyd Aéreo Boliviano. Ahora se sentía atrapado en un aeropuerto, la última escala, porque el vuelo anterior había llegado tarde. La compañía aérea LLoyd Aéreo Boliviano había dejado de funcionar, de pronto. Había muerto de muerte súbita. Sebastopol no tenía dinero ni siquiera para comprarse otro pasaje. Su problema era quedarse varado ahí. La gente comenzaba a incorporarse para embarcar, pero a él le habían dado una tarjeta de embarque sin código, lo cual significaba que debía esperar a que el último pasajero subiera al avión para embarcar. Por si se quedaba sin lugar. Y el milagro se produjo. Lo dejaron subir. Era un vuelo de solo un par de horas y el paneo del avión por el cielo de la Florida, sobre los cayos, lo mareó. “El mar está lleno de tiburones” pensó. “Pero la tierra es peor, en la tierra están los caimanes. Y los hombres”. Sebastopol transitó los 3 km de suelo mecánico del aeropuerto de Miami atemorizado. Estrellitas de colores e ingeniosos artificios de art decó iluminaban los eternos pasillos. En el puesto de inmigración el agente no lo miró a los ojos. “ Purpose of your trip?” le increpó con la cabeza sobre el pasaporte y la mano sobre el sello. “Tourism”, dijo él. El guardia tomó un teléfono mientras se fijaba en el ordenador. Luego señaló hacia atrás y señaló en dirección a un hombre regordete de bigotes y uniforme impecable y blanco como el suyo. . “You will have to come with Agent García” sir. Sebastopol pasó a un pequeño cuarto donde lo interrogaron unos tipos de camisa blanca con placas doradas y pantalones negros con botas. Era tarde, respondió a todas las preguntas dejando claro que era un simple turista, no un inmigrante, pero su tono era cansino y aparentemente no le creyeron. No se supo más nada de Sebastopol. Sus padres no preguntaron más por él al gobierno. Su suerte dejó de interesarles a los medios de comunicación. Sebastopol no tenía su documentación en regla y por alguna razón no decidieron devolverlo, sino dejarlo ahí, hasta que se aclarara su situación. Solo yo indagué por él en Inmigraciones, en un número gratuito 1-800. Me dijeron que lo encontraría en el Crom Center, centro de detención para inmigrantes ilegal. Pero en la ventanilla de entrada un guardia me dijo que no había ningún Sebastopol en los registros. Un simple error burocrático ha causado una confusión. Sebastopol recibió un documento del gobierno boliviano en el cual se estipula que es depositario del nombre Sebastopol. Pero en realidad su verdadero nombre es otro. Su nombre es Henk Lacroix, en realidad Sebastopol soy yo. Hace años que tengo que aclarar la situación. Porque cuando hice un reclamo formal en la Embajada de Namibia, diciendo que yo no tenía documento de identidad en Bolivia, donde resido, solo me entregaron un pasaporte con mi nombre, algo que no coincide con mi documento de identidad de Namibia. Ser Henk Lacroix me ha quitado de encima los sabuesos y las sospechas y me ha generado una libertad de movimientos extraordinaria. Porque el pasaporte extendido es un pasaporte diplomático, que generalmente no se cuestiona. No importa que el que aparece en la foto sea como la leche y por mi parte sea como el chocolate. Aparentemente Lacroix tenía contactos y su oficio era trasladar valijas de dinero. He heredado su oficio, porque cada tanto recibo un llamado o una carta y se me entregan enseres que me encargo de trasladar de un país a otro. Me indican con cuanto me puedo quedar del contenido de cada maleta. Es un trabajo sencillo y nunca nadie pregunta nada. Además de este extraño pasaporte, el gobierno me ha entregado un teléfono con el cual recibo y confirmo todos estos encargos. Pero he decidido recuperar mi identidad y quiero ser de nuevo Johan Sebastopol. El tipo al que hicieron desaparecer, Henk Lacroix, no puede estar oculto para siempre. Creo que la forma de que todo vuelva a ser como antes es recuperar a Johan Sebastopol de las tinieblas y transformarlo nuevamente en Henk Lacroix.

“ Eso no será posible” me han dicho en la Embajada de Bolivia de Washington DC, hasta donde llegó mi reclamo. Allí, gracias a mi pasaporte diplomático, hablé con el embajador de Namibia, con políticos influyentes, con diputados del Congreso de los Estados Unidos. Me he reunido con el presidente de Namibia y con los activistas de derechos humanos de Human Watch. Todos me han dicho lo mismo, que es imposible cambiarle la identidad a una persona. Básicamente dicen que no es posible que algo así suceda en el mundo actual. Sí creo que la cosa puede cambiar. Por eso insistiré, una vez que haya terminado la crisis por la que atraviesa Bolivia, que tiene al país paralizado por una huelga de mineros, que posiblemente termine con la caída del gobierno actual. También tengo que esperar a que termine la crisis en Namibia, donde posiblemente se genere una guerra civil con miles de muertos. Tal vez cuando todas estas crisis se acaben, se renueven los vuelos de Lloyd Aéreo Boliviano y algún funcionario con sentido de humanidad de la oficina de inmigraciones lo ponga en un vuelo de vuelta a Johan Sebastopol al lugar que este oficial de inmigraciones considere que es su lugar de origen y entonces, tal vez, se pueda aclarar todo este asunto.



La Ilusión de otra cosa

Salgo de la Autopista Uno en Acceso 28. Este es uno de los veinte condominios que anidan bajo el puente de cemento, en las inmediaciones del aeropuerto. “Será una guerra rápida” concluye el general. Apago la radio del auto. Ese militar ha hablado durante una hora por todas las emisoras explicando un plan de invasión y respuesta preventiva. Aparco. Cruzo el estacionamiento a pie. El estampido de los aviones me aturde. Reconozco el cartel “Limpieza de Alfombras”, en la camioneta aparcada frente al bloque A.

El A11 es el primer apartamento en planta baja de un pasillo que se corta en seco con un muro de cemento. El tipo, abre la puerta y me mira de reojo con su habitual expresión consumida. Me hace pasar a la sala, en silencio. Cuando me acostumbro a la luz tenue distingo como asoman desde atrás los ojos de su hijo. El perro hace un gesto pero no alcanza a lamerse la pata trasera. El tipo se sienta al lado de su mujer, que abarca gran parte del sofá y extiende sus enormes pies sobre la alfombra mientras sonríe con una expresión vacía. Están mudos, esperando que yo empiece a hablar. No son nuevos en la ciudad, se nota que ya perdieron el primer miedo. Ahora conviven con otro miedo más común a medida que uno se queda aquí. Miedo al vacío, a los fantasmas del insomnio. Lo conozco bien, lo comparto. Tal vez por eso me atienden. Tal vez sienten que yo los protejo con mi propio miedo.

Necesitan que alguien los llame ya mismo y les encargue limpiar alfombras. Así podrán pagar la renta de este mes. Pero su teléfono duerme, ajeno a cualquier urgencia.

-Es bueno -digo quebrando un silencio que se prolonga demasiado. Siempre empiezo con una visión positiva de las cosas, para predisponer bien a mis clientes. La mujer, el niño, el tipo y el perro me observan inmóviles.

-¿Cómo es lo de este libro? -pregunta la mujer rompiendo el silencio y desarticulando su estúpida sonrisa.

-Es simple -sigo. Nada es simple, todos lo intuimos, pero tengo que terminar rápido con esto. Tengo que convencerlos de toda la historia antes de que el perro ladre y el niño llore. Porque esta es la tercera vez que estoy por aquí y no es mi intención volver.

-Se trata de lograr, entre todos, un producto excelente –apelo al lugar común- Contar una historia de inmigrantes– La mujer mira, sin asentir. Su enorme trasero se retuerce en el sillón. El perro la observa. Con gran esfuerzo logra al fin lamerse la pata. El niño está triste, pero tal vez aguanta unos minutos más. Así fueron las otras veces. Cuando acabe la novedad de mi presencia el pequeño largará el llanto. Entonces ya no habrá forma de que se detenga y me tendré que largar.

-Este es un libro sobre la gente que llegó a esta ciudad con un sueño. Sobre extranjeros que han tenido una experiencia y la quieren compartir.

-¿El pago, es contado o con cheque?- Si el tipo pregunta por el pago, es porque ambos están convencidos, supongo.

-Da igual como me paguen, lo importante es que entiendan el concepto.

-¿Qué hay que hacer?- pregunta ella.

- Necesitamos conocer su historia. Cómo llegaron a este lugar. Por qué huyeron de su país y cual es la ilusión que impulsa sus vidas. –Se miran. Es uno de esos momentos patéticos del día en que parece que no hay nada que sostenga nuestras existencias, ni siquiera la palabra.

-¿De qué se trata este libro? –pregunta él.

-De ilusiones que se transforman en cosas distintas a las que creemos que les dan razón a nuestras vidas –ahora afirman, parecen entender.

-Nosotros, por ejemplo, limpiamos alfombras –dice él, queriendo afirmarse en algo.

-Eso es justamente un sueño que se transformó en otra cosa -hablo como un médico que emite un diagnóstico.

-Te daremos un cheque, ahora. Cuando nos traigas el libro tendrás el resto -Están ansiosos por pagar. Deben haberlo hablado horas en mi ausencia. Quizás al final se convencieron mutuamente.

-Un cheque por mes, a lo largo de doce meses, ¿de acuerdo? -siento un placer oscuro que me deleita cuando puedo irme con un cheque en la mano de una entrevista difícil.

- Este es el contrato –Los datos que llenan describen una situación tan precaria como la mía: Nombre, dirección, teléfono, documento.

El niño ha perdido, por un momento, el miedo. Muestra esos ojos tristes, se me acerca con una sonrisa, dice cosas que no entiendo. Ella lo reprime con la mirada, lo tira hacia atrás, fuerte. El niño llora. El perro levanta la cabeza y sus ladridos se cortan con una baba insulsa. Me incorporo, ya no se puede hablar.

-Necesitaría que me den el primer cheque ahora –levanto la voz por encima de los ladridos y del griterío.

-Sí, claro -dice él. Ella tiene preparada la chequera en el regazo.

-Son setenta.

-¿Cuándo traerá los libros? –pregunta ella.

-Tenemos que hablar de su historia, hacer las fotos- grito en medio del llanto y los ladridos.

-La historia ya se le hemos contado. Vinimos hace tres años, limpiamos alfombras ¿qué más falta? –Ella todavía no ha firmado el cheque.

- Más fotos, armar los relatos, reconstruir su historia. Conocer los detalles. Pero podemos trabajar con lo que tenemos, por ahora, si les parece –cedo, para evitar problemas.

-De acuerdo. – Firma y me entrega el cheque. Salgo, esquivando al perro y al niño, desencajados.


El tráfico avanza a paso de hombre por las nueve filas de la Autopista Uno. Las horas se estancan. “Los aviones B-56” -explica la radio- “sobrevuelan posiciones enemigas”. Apago. Miro las caras de la gente en los vehículos. Escuchan al locutor, como un eco.

Estoy como loco -explico, dibujando una sonrisa que debe ser estúpida. Aparezco en el rellano de la puerta, intento mostrar confianza, como si lo conociera a este tipo. Ambos nos defendemos de la intimidación del primer contacto, él se muestra demasiado hostil, yo demasiado amigable.

-Lo esperábamos ayer -dice moviendo la cabeza para echarme una mirada por encima del ordenador. Ella observa, parada detrás de él.

La sala es pequeña y no tiene ninguna ventana. Está justo al final de una escalera. En el piso hay otras oficinas iguales en las que no se ve gente, ni se descubre actividad concreta. Perdí el acceso, estacioné en una callejuela. Tuve que ingresar por un bar con puerta en ambos extremos. Atravesé el local y salí por el otro lado a un complejo inmenso, cuadrado, repleto de autos aparcados. La puerta 2347 está ubicada en la coordenada exacta, pero la hallé de manera casual. La inscripción “venta de inmuebles” en la entrada no corresponde con lo que esperaba. Alguien me abrió el portero sin que lo tocara, debe haber una cámara oculta. Encontré una escalera y subí, intuitivamente.

-Estamos empezando -aclara él. Intento espantar su timidez y mi propio recelo por el aspecto que guarda el lugar.

-Otorgamos licencias –Ella aparece desde atrás. Es sensual, su cuerpo encaja a duras penas en un vestido corto, su piel morena asoma desde la tela estrecha. Sus labios se mueven rápido. Sus ojos reprimen alguna cosa. Me extiende una tarjeta: A&E LICENCIAS, dice con un teléfono.

-¿Licencias… comerciales? –pregunto para romper la apatía. A la gente le gusta hablar de sus actividades.

-Licencias de todo tipo -aclara él. Es un muchacho de facciones delicadas, bastante más joven que ella. Sigo sin tener idea de lo que significa otorgar licencias, ni de lo que hace esta pareja en esta caja de zapatos desordenada pero hago gesto de que comprendo. De pronto la ciudad parece derrumbarse. Todo se sacude y parece que terminaremos bajo una parva de escombros.

-Estamos cerca del aeropuerto –dice él, por encima del terremoto.

-Los bombarderos me aterran -confiesa ella y se apoya en sus hombro. Los pechos se le pronuncian y asoman del escote cuando se inclina hacia adelante. El ruido cede.

- Es la guerra –digo.

-Sí -responde él mirando fijo la pantalla. No me han invitado a sentarme y estoy incómodo entre tanto barullo.

-¿Cómo es este libro? – pregunta ella y me observa con detenimiento. Su tono reclama una confesión íntima.

-¿Leyeron el aviso? -hablo en plural, pero él sigue abstraído en la pantalla y me ignora.

-Sí -dice ella- lo tenemos –separa un diario arrugado de una parva de papeles y lee: -“ Hágase famoso, participe de un negocio con retorno. Pagamos hasta 100 veces su inversión. Publicamos la historia de su ilusión.”

Ahora él desvía la mirada de la computadora. No me gusta el cariz que adquiere su expresión, parece un psicópata. Es evidente que ella es la única interesada. Y que es él quien firma los cheques.

–Hacemos fotografías. Contamos su historia en tres páginas a lo largo de doce meses.

-¿Dónde compra la gente ese libro? –me corta él. Es la pregunta de siempre, pero tengo la respuesta preparada.

-Fácil -digo. Me gusta esa palabra, fácil, siempre la empleo en estos casos

-tenemos acuerdos con todas las grandes cadenas de supermercados. Nuestros asociados los venden cuando la gente sale de hacer la compra con sus carritos.

-¿Cuánto cobran por cada libro? –pregunta él.

-Veinte -digo. Imprimimos cinco mil. Doscientos se quedan ustedes. Los venden al precio que quieren -ella no parece buena para las matemáticas y él se distrae con algo que le llama la atención en la pantalla. Me animo y sigo -Lo primero es conocer el sueño que los trajo hasta aquí. Saber si esa ilusión se transformó en otra cosa, si perdió su esencia. Ese es el tema del libro.

-Sueño con aviones -dice ella- me aterran los bombarderos, pero cuando sueño con aviones es como si hubiera sido piloto, en otras vidas.

-No me refiero a esos sueños –la interrumpo, sonriendo– Esto tiene que ver con lo que hacías, con lo que te trajo hasta aquí.

- En mi país quería ser actriz -dice ella. Él permanece inmutable frente a la pantalla, tal vez molesto por mi familiaridad con ella, por la pérdida de tiempo que esto representa.

-¿Eso va a publicar? ¿Eso es lo que quiere que le cuente? -Pregunta ella acercándose

-Quería actuar en telenovelas. - El clima de confesión no dura. La magia se despedaza cuando suena el teléfono. Atienden. Se ponen a discutir asuntos de licencias con el cliente que habla. Olvidan mi presencia. Después de largo rato en que me ignoran, los distraigo de nuevo.

-Nos hablamos la semana entrante, para concretar –digo. Él me mira.

-Llame antes de venir –dice con la vista clavada en la pantalla.

-Así tengo tiempo de arreglarme para las fotos -dice ella con el teléfono en la mano.

El bar huele a grasa y frijoles. Recién termina la hora del almuerzo. Tres hombres de mameluco hablan fuerte mientras atravieso la sala para salir por el otro extremo. Desde la barra la mesera les sirve arroz, pollo y carne cortada a los últimos comensales del mediodía.


“No ha habido avances en las negociaciones, vamos rumbo a la confrontación extrema”. Apago la radio. Reviso mis notas. Me resigno a la perpetua agonía del tráfico.

Las banderas de afuera son pálidas. Hay pocos autos detrás del alambrado. Son viejos, están cubiertos con pintura barata. Se nota que no son buenos carros, que habrá problemas con ellos si se los compra. Entro a la casucha que sirve de oficina. La secretaria sería sensual y bonita si no estuviera teñida con el mismo aire ponzoñoso que emana del lugar. El enano discute con un individuo al menos tres veces más alto y ancho que él. Es pequeño, consistente, habla fuerte y cree no equivocarse nunca. Escuchando lo que dice me doy cuenta de que en realidad siempre se equivoca, pero a su favor. En cualquier momento el grandote le va a pegar.

-Te digo que no es así –dice el gigante - Ya te pagué.

-¿Ya me pagaste? Mira esto hijo de puta -grita el pequeño. Hace una seña y la niña bonita se dirige al fichero enclenque. Extrae con delicadeza una carpeta raída y le exhibe unos garabatos manuscritos en papel amarillo - Mira esto hijo de puta - el petizo habla inclinando la cabeza desde abajo porque un ojo se le va siempre para el lado izquierdo. El grandote lee. Cuando termina de entender los garabatos sus manos toscas se mueven y gesticula un rato, incrédulo, sin lograr articular nada.

-Dame hasta la semana que viene -balbucea - Estoy con problemas. La semana próxima te pago.

-Se te han vencido cinco cuotas. Hace siete meses te tengo en esta lista. Si no aparecías hoy, te mandaba la policía.

-Como está la cosa no puedo pagarte. La próxima semana tengo el dinero, tengo que cobrar unos trabajos que me deben.

-¿Sabes cómo funciona este sistema? Te explico: no pagas y apareces en este listado ¿entiendes?

-Te pagué ¿lo mismo me pones en el maldito listado?

-Estás ahí desde el día que nació tu madre. Si no me pagas ya mismo lo que figura aquí: setecientos cuarenta y ocho con cincuenta y cuatro, sigues registrado. Así es como funciona el sistema, no lo puedo parar. Lo siento.

-Oye, ¿cómo te voy a pagar lo que no te debo? -escupe y ha elevado el puño. El pequeño no pierde la calma.

-Estás en el sistema. Este programa funciona bien ¿Sabes cuántos como tú enganchamos la semana pasada? Treinta. No te han sacado el carro porque tienes suerte. ¿Cierto niña?- la secretaria asiente- Llevas seis cuotas atrasadas hermano. Son setecientos noventa casi.

-Ya te pagué, no puede ser –el grandote está desarmado, balbucea otra vez.

-No hay nada que pueda hacer con este sistema. Funciona solo. Es automático. Si no has pagado la primera cuota, apareces. Y de ahí en más no hay poder sobre la tierra que te quite hasta que pagues -La muñequita asiente, cruza sus piernas, observa la pantalla del ordenador y coteja con la carpeta.

- Nadie está pagando nada. La gente tiene miedo a la guerra.

-Voy a explicártelo una vez más: si no me pagas ahora mismo te enganchan el carro. La policía estará por aquí en unos minutos, porque antes que vinieras el sistema los ha llamado.

–-Te voy a dejar doscientos, pero me sacas de la mierda esa. Quítame de la maldita lista –El grandote se le acerca y ahora sí parece que lo dejará con la mandíbula sangrando. Milagrosamente no le pega.

-¿Doscientos? Olvídalo. No puedo hacer nada con el sistema. Por más que quiera. -El grandote le da doscientos a la niña bonita. Ella los cuenta y anota unos garabatos en un cuaderno blanco.

-Basura. Personas como tú no van a la iglesia. Toda tu maldad ni Jesucristo ni la Virgen María te la van a perdonar. ¿Cuánto hace que no te confiesas? Yo pagaré tal vez dos veces o más, pero tú de seguro acabarás en el infierno, porque no eres más que una rata.

- Niña, si no paga el resto mañana a las dos de la tarde, diles a los polis que regresen. Ya tiene instalado el radar así que lo localizamos muy fácil.

-Te irás al infierno.-El grandote da un portazo que sacude la casucha. Prende el motor y sale a la autopista. Avanza por la cuneta, esquivando un embotellamiento.

- Por suerte mi amiga me ayuda a hacerme cargo de tipejos como este - Abre un cajoncito y saca la cuarenta y cinco, por otro lado el cargador, le pone unas balas, la cierra.–Esta buena amiga me ayuda.

La niña guarda la carpeta. Se nota que esta escena es de rutina en el concesionario de coches usados financiados. Ahora me apunta a mí con el arma cargada.

-¿En qué puedo servirle amigo? –pregunta.

-Vengo por lo del libro, por el aviso.- hago gesto como de protegerme de una bala.

-Ah, el aviso -El tipo baja el arma.- Oye niña tráeme ese aviso. Está sobre la mesa. – Ella sonríe como una dalia mientras se acerca con el diario en la mano, contemplando el vacío.

-¿Qué quieres con esto? -pregunta mientras guarda el arma en el cajón y observa el texto.

- Escribir un libro– por su expresión, me doy cuenta que no entiende nada. -Cuando se edite puede comprar doscientos libros y venderlos al precio que quiera. Nosotros comercializamos el resto. Usted nos cuenta su historia y la publicamos. Hacemos fotos. Usted se hace famoso y gana dinero.– trato de ser amable y didáctico pero quiero alejarme de este lugar lo más pronto posible.

-Yo no vendo libros, vendo carros –-

-Tal vez esto no sea para usted, esto no es para cualquiera- le digo, aproximándome a la puerta.

-No soy cualquiera -el ojo derecho se le mueve furiosamente para un costado, está adoptando el mismo tono que usaba con el grandote- Yo corría en el Gran Prix, -Uno nunca sabe detrás de que máscara horrible se refugiará la nostalgia. El orgullo perdido de este ser se manifiesta en la mueca que me hace cuando cuenta su triunfo. Ahora la desesperación se proyecta desde el corazón de este adefesio.

- Ah, el Grand Prix -repito, como si supiera de que está hablando.

-La carrera de todas las carreras en mi país. Con finalistas de todas las regiones. Fui ganador de Grand Prix, dos veces.

-¿Es eso lo que trajo hasta aquí?

-Me amenazaron, por eso estoy aquí. Niña, tráeme el archivo donde están las fotografías. -Ella obedece como una muñequita a control remoto. Muestra sonriendo unas fotos vetustas en las que aparece él, mucho más joven. Tiene colgados laureles de triunfo, una botella de champagne esparce espuma sobre la audiencia. Está rodeado de mujeres bonitas, parecidas a la niña que lo asiste ahora. -Preparábamos los mejores autos de la región. Este era mi carrito¿ ve? Las fotos lucen marrones, el auto tiene por lo menos treinta años.

-Yo no soy cualquiera, a mí nadie me trata como cualquiera.

-Puede participar de nuestro proyecto- le digo, pero en realidad quiero huir.

- Le regalo mi historia, usted la publica y hace su negocio amigo.

-Así no funciona nuestro sistema. Lo que hacemos es darle libros, usted los vende -el tipo es una serpiente, con un mal movimiento se le prende a uno del cuello. –Este es el contrato -recurro a lo mismo que empleó él con el grandote, al discurso de los sistemas cerrados que no se discuten. Lee atentamente el papel que le alcanzo.

-No dice la cantidad de ejemplares – Si está planteando una objeción de forma y ni siquiera preguntó el precio, posiblemente me va a comprar.

-Son cinco mil, a usted le entregamos doscientos, los vende como quiera- El tipo mira lo que tiene que firmar. Y firma.

-Niña, dale dos. -Ella, obediente, me los da.

-Es el abono mínimo -digo– Le señalo el párrafo. -Así dice el contrato.

-Puede usar estas fotos si quiere, se las obsequio.

-El abono mínimo es sin fotos, solo incluye una breve descripción de sus actividades como corredor en el Grand Prix.

-Quiero usar estas fotos -insiste.

-Eso cuesta setenta más -digo. El tipo hace silencio. Respiro hondo. Tal vez ahora usa su licencia para matar y esta discusión se termina de golpe.

-Dale setenta, niña -dice y señala el escritorio. Recibo los setenta en billetes de diez.

-La semana próxima escribimos su historia y la traigo para que la revise - digo a modo de despedida. El tipo asiente. Tiene la mirada clavada en el techo. Esta vez, por suerte, sin el arma en la mano.


La autopista está peor que nunca. En las radios de los vehículos suena como un eco una marcha militar. Es el prólogo a un discurso del presidente. “Las amenazas externas” –dice después con un mortuorio silencio de fondo – “sólo pueden ser combatidas con una fuerza indestructible”. Me siento horriblemente solo. No veré a mi mujer, ni a mi hijo hasta el final del día. Seguiré trabajando, hasta que me canse del todo. Pasarán muchos días así. En el fondo sé a donde me conduce esto. Lo que no sé es cuanto me llevará admitirlo. Es el momento de ver al astrólogo.

Me recibe con su toga desplegada y una sonrisa enigmática. Sus labios están pintados de morado y sus cabellos teñidos de verde esmeralda. El lugar está desordenado. Los libros se esparcen debajo de los anaqueles. El mostrador está plagado de papeles, los muebles se apilan al fondo. Su voz aguda sube de tono cuando se entusiasma y describe sus visiones.

-Hola amigo, disculpa el desorden. Es que nos estamos mudando -se ataja.- Pasa, pasa, tengo magníficas observaciones acerca de tu mundo, de tus negocios, de tus etapas tan pero tan, tan positivas. Irradias una energía natural ¿Dime amigo, cuál es tu fecha de nacimiento? dímelo de una vez.

-Agosto de 1966.

-El año del caballo, con razón esa energía, esa fuerza. El horóscopo dice: “Arrastrará a sus aliados en proyectos irrealizables. Sus dotes de liderazgo serán empleadas en cuestiones de las que luego todos se arrepentirán”. Tu ascendiente amigo, eso es lo que te salva.

-Necesito algo que me salve -digo.

-Sí, amigo, ja ja ja -su risa es efervescente, contagiosa- te has salvado amigo, definitivamente. Porque ¿sabes qué? Este es tu mes. Tendrás heladeras, televisores, viajes en automóvil, lo que tú quieras, en este mes.

-¿Lo que quiera? ¿Puedo pedir tres deseos entonces?

-No amigo, así no funciona esto. Tienes que ver qué dicen las estrellas y esperar la dicha que caiga desde allí como un torrente. Hay una energía aquí impresionante y este es tu mes.

-¿Este mes?

-Sí, por supuesto. Lo siento como si fuera tuyo. Además, es mi mes y eso también tenemos que escribirlo. Porque es el mes de mi cumpleaños. Debemos destacarlo en el libro. ¿Oye, cómo va el proyecto de libro? Veo caudales de dinero. Piensa en el dinero, en la fuerza del bien que se ve por todas partes, en la música. Todo se hará realidad como un bloque de hielo que se derrite.

-El libro va bien. Tenemos que hablar de eso, de tus sueños, de cómo encajamos lo tuyo ahí. Entonces, volviendo al tema, parece que haré dinero.

-Ni te preocupes por eso, el dinero para ti es lo de menos. Mi caso es muy diferente. -baja el tono- Hay mala energía en este lugar, han puesto agujas a granel y mira como estamos. Pero tú no, tú estás en la cúspide, arrancando seguro y despegando. Tranquilo amigo, este es tu mes. Podrás ganar el dinero que desees y ni te lo tienes que proponer.

-¿Y lo afectivo?

-Buena pregunta. A ver, deja ver ¿Has tenido alguna discusión últimamente?

-No quiero ni aparecer por casa. Mi mujer no aguanta mis ataques de pánico y mi paranoia. Siento que me persiguen, que me quieren hundir. Discutimos. Ella dice que son ideas mías. Pero ella no sabe lo que es estar en la calle, los tipos con los que uno se cruza, los riesgos que se corren.

-Claro amigo, lo sabía, lo sabía. Discusiones, peleas, rencillas. ¿Han comprado algún artefacto doméstico últimamente, una lustra-aspiradora tal vez?

-Sí, ahora que lo dices, hemos comprado una aspiradora.

-Lo sabía ¿Ves? ¿Han discutido acerca de esos implementos?

-En realidad, que yo recuerde, a ver, bueno no los hemos usado todavía.

-Discusiones, rencillas domésticas. Todo lo relacionado a artefactos del hogar. Tal vez deban dormir en camas separadas por un tiempo y cuidarse del frío. Porque no hay que descuidarse, el calor a veces relaja el ánimo, pero el frío nos toma por sorpresa.

- ¿Y mi niño? ¿Crecerá bien?

- ¿Tienes una foto de él?

-Aquí hay una -Ríe, yo también sonrío.

-Ese bebé está hermoso, eres afortunado. Ese bebé es magnífico, claro.

Estamos parados en medio del desorden. El local se sacude y caen unos cuantos libros al suelo. El temblor dura casi cinco minutos y el ruido es tan fuerte que no se puede hablar. -Son los bombarderos, pasan a ras del suelo, patrullando. Maldita guerra -digo.

-Oye, tenemos que sacar ese libro de astrología antes de que empiece la guerra, la gente está loca por saber lo que va a pasar. Hay rumores de Apocalipsis.

-Puedes participar de nuestra edición, son sólo 70 al mes. Podemos publicar tus predicciones allí. Porque tu sueño, el de ser un astrólogo, ya se cumplió. El tema de este libro son los sueños.

-¿Sabes cual es mi sueño perdido?

-No.

-Ser emperador. Mejor dicho mi sueño perdido es ser emperatriz. Emperatriz romana, con toga. Para que me admiren en secreto todos los hombres del imperio.

-¿Sólo los hombres?

-Para serte franco, solo me interesan los romanos. Con sus togas cortas y sus zapatillas de gladiadores, mmm.

- Eso no es un sueño, es más bien una fantasía sexual.

- Tú eres el que sabe de esto, yo te puedo aportar mis predicciones. Como te digo, hay que hacerlo antes de que estalle la guerra porque la gente se muere por saber lo que va a pasar.

-Es cierto, pero por ahora quisiera darle forma a mi propio libro. ¿Puedes comprometerte con 70 y armamos unas páginas?

-Lo que se dice comprometerme no creo. Pero cuenta conmigo para vender las predicciones. No te cobraré por eso. Mira como está esto. No hemos tenido dinero ni para pagar el camión de mudanzas y debemos la renta de este mes. Como te digo, cuenta con el material astrológico que es lo que vale y tu libro será un éxito, eso te lo ga-ran-tizo.

-Se me hace tarde, ¿cuánto te debo por la sesión?

-Serían 10-

Pago y me voy.


Ha sido un día largo. El cielo se desdibuja, púrpura, al fondo de la Autopista Uno. Decido enfilar a casa, extraño a mi bebé y quiero cenar algo.

Me recibe con una cena de arroz y restos de pan. Trataré de no discutir con ella.

-No hay más comida en la heladera –me dice.

-Mañana hacemos la compra.

-Hay un papel rojo pegado en la puerta, creo que es una orden de desalojo.

-No te preocupes, a primera hora lo arreglo en administración. –miento.

El humor no empeora después, tampoco mejora, solo comemos y nos vamos a dormir. Antes visito al bebé, dormido en su cuarto.

Amanece. He logrado dormir unas horas. Otra vez un ataque de pánico me ha despertado. El apartamento se sacude, el ruido de los bombarderos debe haber despertado a todo el mundo. “Debo hablar con el editor”, pienso cuando la primera luz tibia asoma en la madrugada y me abraza como un consuelo.


La dejé dormida y le obsequié una última mirada al bebé. La mañana es lo peor en este atolladero: La gente viaja sola, en vehículos enormes, comiendo hamburguesas y papas fritas como desayuno, llenando de grasa los asientos. Son horas hasta el próximo cartel de salida. Cuando finalmente se puede bajar de la autopista, se llega a algún condominio o centro comercial para enfrentar otra pelea en torno al dinero.

La oficina es pequeña. El hombre viste de negro. Está hablando por teléfono cuando llego. Me hace señas para que me siente. Una cruz dorada, repujada, le cuelga del cuello. El vistoso objeto hace juego con su reloj y con su pulsera, también dorados. Es calvo y moreno, un tanto excedido de peso y de edad para usar una indumentaria tan ajustada. Las paredes están revestidas de almanaques con vistosas mujeres semidesnudas.

-Buenos días, encantado -me dice, extendiendo una manito rechoncha en la que se destaca un inmenso anillo dorado, cuando cuelga el tubo.

-Buen día, vengo por el aviso. Es por lo del libro.

-Ah, sí, magnífica idea amigo, aquí tengo el recorte del periódico, me interesó sobremanera ese negocio, por eso lo llamé. Magnífica idea.

-Lo suyo es la compra-venta de propiedades ¿no?

-Mi especialidad es la comercialización y la renta, también manejo líneas de financiación.

-Eso tiene que ver con los sueños de la gente. Ese es el tema de nuestro trabajo: todos soñamos con un lugar donde vivir, con una casa propia. ¿será por eso que le interesó?

-¿Qué clase de historias está usted buscando para su libro?

-Sueños -le digo– Sueños que se han convertido en otra cosa.

-Algo que la gente imagina y se hace realidad. Claro, entonces hay que enfrentarlo ¿no? -Abre sus ojitos con un brillo intenso.

-Esos sueños se van transformando en otras realidades.

-Creo que podemos desarrollar un negocio lucrativo y fascinante en torno a su idea- Un hilito de saliva le queda colgando en su labio inferior. Se entusiasma, parece querer decirme algo importante, finalmente se anima.- Estos almanaques, ¿le gustan?

-Bonitas mujeres.

-¿Bonitas? Son fabulosas, voluptuosas, exuberantes. -Al hombre le gusta adjetivar, su expresión está desatada, sus ojos lagrimean.

-¿Es usted casado?

-Sí -le digo. Es él quien lleva la iniciativa en esta venta. Me quiere vender su idea y voy a dejar que lo haga, no me queda alternativa.

-¿Nunca ha pensado en hacer lo que siempre soñó, en estar rodeado de mujeres como estas que aparecen en los almanaques?

-Sin duda.

-Tengo un plan -me dice incorporándose. Transpira y gesticula.– Mi sueño amigo, es hacer que estas mujeres me deseen. Las conozco a todas, personalmente. No soy un hombre atractivo, pero tengo mis encantos. Mi anhelo es que la vida sea como en los antiguos días, cuando la mujer estaba subordinada al hombre.

-Una fantasía amigo. Esos tiempos nunca fueron buenos, las mujeres nunca han sido subordinadas al hombre , aunque ellas nos lo hayan hecho creer.

-La idea –no acusa recibo de mi lugar común- es reunir a muchas diosas como estas, seleccionadas en intensas jornadas de pruebas íntimas. Será un evento privado, teóricamente. El secreto está en colocar cámaras ocultas por todos lados. Podremos sostener una fiesta permanente, que dure meses. Las secuencias filmadas serán editadas y se transformarán en una serie de televisión, que se emitirá todos los días. -El personaje ha perdido la compostura. Supongo que no habla de estos asuntos con sus clientes de inmobiliaria. No creo que sus ideas sean escuchadas por nadie si las presenta de la manera que lo hace conmigo.

-Lo mío es escribir historias -intento calmarlo.

-Será una fiesta permanente, espectacular, invitaremos a todas las mujeres voluptuosas de esta ciudad. Solo yo, usted y ellas, imagínese. Podemos disfrutar juntos la exhuberancia de esas diosas –me mira fijo. He extendido el contrato y estoy tratando de hacérselo leer. Intento llevar racionalidad a una situación que escapa a todo control.

-Este es nuestro contrato -digo- se trata de hablar de lo que lo trajo hasta aquí. De relatar su sueño. Podríamos hablar de los sueños de la gente que compra propiedades. Podemos incluir algunas fotos de estas señoritas y un relato de su evento, si quiere. Se publica, traemos los libros y usted se los vende a sus clientes. Sólo se compromete con setenta al mes y obtiene todo eso a cambio. -El tipo está totalmente abstraído. Toma mi mano, se prende de mis dedos. Parece que va a recurrir a la violencia, sus ojos están clavados en mi rostro. Retiro la mano y guardo mis papeles, repugnado. Me incorporo y él también. Me corta el paso. Me mira fijo cuando lo empujo y salgo corriendo.

Estoy nuevamente en la autopista. Froto los dedos en el volante para huir del asco del contacto húmedo con su mano. Por un rato continúo sumergido en la náusea.


Ella asoma por una de las infinitas puertas cuando, al final de un largo pasillo, toco el portero eléctrico. Es una pajarera con cientos de ventanas e infinitos espacios de aparcamiento de coches. Las puertas se suceden sin diferenciarse.

-Difícil llegar ¿no?- La mujer parece hablar desde la fotografía de uno de los almanaques del corredor inmobiliario. Me pide que la siga y avanza por el pasillo dejándome contemplar desde atrás suyo como los jeans ajustados le marcan las nalgas. “Que mañana cargada”, pienso. Entramos en un reducido dúplex. Unos tipos vociferan arriba. Por lo escandalosamente que gritan, pueden estar drogados.

-Por favor, siéntese -me invita desde unos ojos verdes en un rostro de piel morena y suave. Intento acomodarme en un sillón. Pero tiene rotos los resortes y nado, hundido en el almohadón, sin encontrar punto de apoyo.

-¡Imbécil! –se escucha arriba.

-¡No sabes nada de esto chico! –responde el otro. Retumban las paredes de yeso con un golpe seco.

-Mi marido y mi cuñado , con el ordenador , tratan de arreglarlo –explica ella con una sonrisa asustada. También intento sonreír, pero el sillón me sofoca.

-¡Cochino, cerdo, puerco! -Se escucha otra voz y de pronto sube la música y queda a todo volumen. Nos miramos con la chica. No se puede hablar. Un rechoncho y un delgado bajan tropezando por una tortuosa escalera caracol. Bolsas de nylon negro a modo de gorros ajustados les cubren el pelo. Ambos portan una expresión feroz y ausente. El más gordo se me arroja encima y me eructa en la cara. Su aliento es atroz.

-¿Qué hubo amigo? –me dice hablando fuerte, marcando su territorio. No es un tipo amistoso. –Soy su marido. Me mira de costado. Le devuelvo la mirada y espero que pase el temporal para empezar con lo mío. –A la terraza, maricón

- le dice al otro y salen. Siguen gritando, echándose culpas por un ordenador que no arranca. Al final, espasmódicamente hacen silencio y me miran desde afuera.

-Aquí tengo el recorte -dice ella- Soy vendedora de cosméticos de una cadena, me gustaría publicar algo acerca de lo que vendo.

-Este no es un libro comercial, no lleva anuncios.

-Necesito armar mi negocio, contratar vendedoras, organizar un equipo de trabajo. Los productos me los proporciona una corporación importante. Así es como se trabaja con esto, he leído el manual de la compañía. Allí todo está explicado: trabajo a domicilio, entrenamiento por correspondencia. Hace poco estoy en esto, pero sé que puedo ganar mucho dinero. Además, este es un trabajo que permite ser independiente. Aquí está el catálogo y el manual, léalos si quiere – el lujoso folleto contiene explicaciones a color y fotos de mujeres exitosas

-Podemos usar esta publicación para atraer ventas y comerciales ¿entiende?- Puedo llegar a salir de aquí con una representación de esos cosméticos en la mano. Claro, si no me matan antes esos tipos que me están mirando antes.

-Entiendo -le digo- Puede hablar de su sueño de armar un negocio, pero no puedo colocar un anuncio, este no es un libro de anuncios. La idea es más bien que usted relate su propia historia -El más delgado cruza desenfrenado el apartamento y sube de nuevo. Pone la música a todo volumen y empieza a bailar, histérico. Tropieza cuando baja la escalera. Cuando se incorpora tira dos sillas a su paso. El otro, desde la terraza, ríe como loco. Empiezo a pensar que es inútil continuar. Trato de levantarme del sillón. Pero el almohadón se empeña en hundirme. Entonces ella se incorpora y va a la terraza. Lo abraza al gordito y le susurra algo al oído. El marido sube la escalera y baja la música, a un nivel en el que podemos seguir conversando.

-Discúlpelo, ha tomado algo, está alterado -dice ella- así podemos hablar mejor. El flaco no ha vuelto a aparecer, posiblemente se quedó dormido, arriba.

-Usted me cae bien. –el gordo ha bajado de golpe y a hora me abraza con su horrendo aliento

- No se quiera tirar a mi esposa, chico, porque es mi mujer, chico. –Cuando se incorpora la manda, con un gesto, a que busque la chequera. Ella obedece.

-Son setenta –digo y ella hace el cheque. Decido coger el papel frimado y no discutir más nada con esta gente.

El gordo corre hacia arriba mientras logro escapar del sillón ventosa. La música suena hasta donde termina el pasillo. Luego el ruido de los bombarderos lo tapa todo en la playa de estacionamiento. Trato de dilucidar dónde puse mi vehículo en medio de ese enjambre.


Solo quienes padecemos autos viejos caemos en este tipo de lugares. Alguna vez he chocado, o se me ha roto el vehículo y he sido víctima de esta casta, los mecánicos. La serie de talleres está en un galpón con naves, atrás del aeropuerto de aviones livianos. Es fácil encontrar el local, cada taller lleva un número enorme. Ellos trabajan asomando desde los motores abiertos. Los carteles en las puertas identifican nombres bíblicos reemplazados por o sumados a otros nombres bíblicos, como “Taller San Lucas” propiedad de Isaac. Las políticas comerciales de los pequeños talleres se exponen en sucios papeles adheridos a las paredes. Las leyendas rezan “no se aceptan cheques personales” o ¨ habrá un recargo de 190 por cada hora en que el vehículo no se remueva”. La experiencia me ha enseñado que en estos lugares no se respetan los precios pactados, ni se dan estimados previos acertados, ni se repara lo que se dice que se va a reparar. Por suerte hoy no he llegado hasta aquí para arreglar mi vehículo. Este hombre es moreno y habla fuerte.

-Alabado sea Jesús nuestro Señor -dice contemplando el cielorraso. Me acerco a su escritorio, al fondo de la sucia oficina, la grasa se ha adherido a la mesa, a la pared, a los papeles esparcidos por doquier. Más que un taller mecánico, parece una capilla: estampas de santos, imágenes de la virgen, crucifijos por todas partes, todo teñido con el mismo tono gris y negro de la grasa de coches.

- ¿Cómo está señor? - intento sacarlo de su contemplación.

-Alabado sea Jesús nuestro Señor. Alabado sea Jesús- Está en trance, rezando. Mira fijo el techo descascarado e interroga el vacío con los ojos. Sus papeles regados, los estimados, las boletas que comprueban dudosamente el valor de los repuestos, los catálogos de vehículos y los folletos de piezas andan por todas partes. Los otros mecánicos, subordinados a este, no dejan de trabajar, de buscar piezas, de entrar y usar el teléfono con sus manos negras para reclamar un repuesto o responderle a un cliente. Ellos muestran urgencia, pero éste no parece tener apuro. Invoca a Jesús por un largo rato hasta que se percata de mi presencia y pregunta:

- ¿Cree Usted en Dios, amigo?

-Hay una fuerza -respondo para no perder su atención.

-No dudes hermano, no dudes, no debes dudar - ahora habla gritando- Dios está en todos nosotros. Alabado sea Jesús, San Lorenzo, San Valentín y sobre todo San Cayetano, patrono del trabajo, que nos mantiene ocupados.¿Qué le pasa a tu vehículo, hermano?

-Nada amigo, nada, vengo por el aviso del diario, el de la biografía, usted llamó.

-Ah, hermano, alabado sea Jesucristo nuestro señor. Claro, el llamado del Señor. Déjame explicarte hermano, déjame explicarte. -Se pone tenso. Se ha incorporado, ha desplazado la silla, gesticula con ambas manos y hace movimientos de reverencia con todo el cuerpo. -Él representa una voluntad que va más allá de tú, yo, o cualquier otro deseo terrenal. Él convive con nosotros, nos hace humanos y a la vez nos abre la puerta.- va subiendo el tono, ahora su sermón es casi un canto- Tú no puedes desafiar la voluntad de Él, alabado sea, inmiscuirte en su camino. Porque tú, al igual que yo, al igual que todos nosotros,- uno de los mecánicos que intenta llegar al teléfono para pedir un repuesto y sonríe como un dócil feligrés-ni siquiera el poder de las tempestades naturales puede con sus designios- creo que seguirá con este sermón para siempre. Pero se detiene en seco. Hace un largo silencio, de recogimiento y meditación y aprovecho para interrumpir.

-En relación a nuestro proyecto de publicar su biografía, ¿le interesaría una participación mínima o unas cuántas páginas, con lo cual el precio se iría a 70 por mes, a lo largo de 12 meses? El tipo no vuelve en sí. Está perdido en su propia abstracción. Sigue haciendo silencio. Callo y espero. Después de un largo silencio se posesiona de nuevo.

-Todos estamos aquí por algo que va más allá de nosotros, hermano. Ni tú, ni yo, ni nadie en este taller - mira fulminante a un mecánico que entra a buscar una llave pare devolver un vehículo- ni en este mundo- sigue -pueden arrogarse el derecho de escribir acerca de los demás. - me mira amenazante- Si tú te arrogas ese derecho hermano, caes en una tentación severa, te echarás encima al diablo, las maldiciones de la estirpe de los lujuriosos y terminarías en el infierno. Eso es tan cierto como que tú y yo ahora estamos conversando. Tan cierto como que no existe nada sin Su voluntad, hermano.

-Usted sólo debe darnos algunos textos , junto con sus pensamientos y unas imágenes de las que tiene aquí, que son tan ilustrativas.

-Tú no tienes el derecho de venir aquí a invocarme, a invadirme con tu bocanada del infierno –me señala con un dedo acusador- Vienes aquí y me dices que harás lo que los hombres han intentado hacer por los siglos de los siglos. Pero tú, al igual que yo y todos en este taller y en este mundo, estamos equivocados.

-Bueno señor, ha sido un gusto conocerlo -Es casi mediodía y decido emprender la retirada. El tipo me mira, abstraído, ahora está otra vez en silencioso recogimiento. Un bombardero corta el aire, ha salido del aeropuerto de vuelos livianos, el ruido es intolerable. El tipo se mete aún más en sus cavilaciones. Decido dejarlo así, me voy antes de que arranque con el siguiente sermón.

Almuerzo una hamburguesa en el auto, ni siquiera me detengo. No quiero pensar. No quiero hacer un balance sobre el estado del proyecto. No voy a contar todo lo que ya gasté a cuenta de lo que aún tengo por cobrar. No he revisado las notas que tomo en cada visita. No sé cuanta gente he visitado, ni quien me faltan visitar. Termino mi hamburguesa en un semáforo, las fritas se me atragantan.


El hombre está detrás del mostrador, pero no guarda la distancia interpersonal apropiada. Su aliento fétido penetra la piel cuando le habla a uno. Es el propietario de este inmenso bazar en el que nada vale más de dos. Lo atiende personalmente, con la ayuda de aquella señora vestida con el delantal que dice en rojo y amarillo TODO X 1, nombre de este negocio. Esta señora de vez en cuando se acerca a la caja y nos interrumpe para registrar una venta y entregar productos.

-Hacer dinero no es fácil amigo- dice, condescendiente- todos estamos atrás de lo mismo en esta ciudad, pero no es fácil.

-Un sueño compartido por muchos- quiero entrar en tema rápido.

-Este maldito sueño que muchas veces se convierte en pesadilla -dice en tono trágico.

-¿Le pasó a usted con el dinero?

-Si yo te contara lo que me ha pasado a mí con el dinero- dice como volviendo de una larga penuria- si te contara las cosas que he intentado para multiplicarlo, mal que me ha ido con él. –La señora del delantal irrumpe en la caja. Él mismo se pone a registrar las ventas y cuando termina siento su olor demasiado cerca.

-Si yo te contara lo que me ha pasado -repite. Invertí doscientos mil en una tienda, allá por la zona Oeste y no recuperé un solo centavo ¿Puedes creer una cosa así?

-Pero aquí le va bien, hay muchas ventas ¿no?

-Me va, me va. ¿ Sabe lo que es invertir doscientos mil y no recuperar ni un centavo? No se lo deseo a nadie. -Llevé a mi mejor vendedora, hice promociones en los periódicos, me anuncié por todos lados. Pero nada, chico, nada.

-¿Su sueño es hacer más dinero?

-Ese es el sueño de todos. Sin excepción. Te incluyo a ti. Estás en esta ciudad por eso, no por otra cosa. Mi sueño, ¿cómo podría describirlo? Es nadar en una piscina llena de dinero y no tener que gastar un centavo. Una excelente idea, muy original, la estoy pensando hace tiempo. Habría que filmar eso: Sumergido en una piscina y tirando los billetes para arriba. Mi sueño es que ese dinero sea todo mío y me caiga encima como un chorro de agua, nadar en él y no preocuparme por nada más ¿entiende? –hay nostalgia en su voz.

-Su sueño hecho realidad en este negocio y fracasado en otros, ese podría ser el tema del libro que estamos discutiendo- digo, harto de escuchar historias vulgares.

-¿Cuánto cuesta esto, amigo? A mí me interesa, pero ¿cuánto cuesta? Ese es el dilema de este mundo. El único dilema es que todo tiene su precio.

-Setenta al mes, doce meses.- su filosofía empieza a caerme fatal.

-Te voy a hacer un cheque por un mes, después vemos. –Es la siesta, estoy cansado, siento irrefrenables ganas de dormir. Él también está cansado y ya no quiero sentir su aliento en mi cara. No está dentro de mis pautas, pero hago un contrato excepcional aclarando que es sólo por un mes. Me entrega el cheque y me voy.


Su cabeza calva se mueve al ritmo de una conversación telefónica agresiva. Tiene una mirada temible. Me abre la oportunidad de entrar, con un gesto preciso. En el escritorio de atrás está sentada una mujer bella, bellísima con un cabello de un rubio claro, piel morena y unos ojos azules enormes. La mujer también gesticula al teléfono, con voz sensual. El tipo señala en dirección a ella, indicándome que tome asiento frente a su escritorio. Lo hago. Y espero a que ella termine de hablar.

-Hola cariño. ¿Qué se te ofrece? -pregunta ella cuando cuelga, con amabilidad de secretaria ejecutiva.

-Me han llamado ustedes por el libro sobre los sueños de la gente.

Mira embobada, sin responder. Después, como si yo no existiera, toma lánguidamente el teléfono y se enfrasca otra vez en una conversación sobre telenovelas que parece no terminar nunca.

-No sé si el interesado es el señor o usted- le explico cuando cuelga. Entonces ella se incorpora, desperezándose. Su cuerpo sinuoso se mueve despacio hasta que se para delante de un fichero mostrándome un trasero muy redondo. Comienza a buscar algo, se pone en puntas de pie. Sus piernas torneadas se extienden bajo una pollera demasiado corta, -Los seguros son aburridos señor -dice suspirando como una colegiala cuando regresa -Es usted escritor ¿ verdad? Un auténtico escritor de libros, que interesante -se distrae con las fichas. Se sienta nuevamente, insinuando unos pechos intensos bajo el escote. Su mano se va acercando a la mía, me toma los dedos. –Lindo reloj señor, , dice concentrada en mi muñeca. El tipo cuelga y se incorpora, acomodándose el cinto del pantalón.

-Cariño, dijimos a esta gente que íbamos a contar nuestra historia ¿recuerdas que los llamamos? –dice rompiendo el encanto, mientras se dirige al fichero y extrae otra carpeta.

- ¿Un libro? ¿De qué estás hablando, gordo? -Retiro mi mano del escritorio para extraer el contrato y empezar con la explicación de rigor. Ella me está mirando fijo, se va a incorporar de nuevo. Está haciendo un gesto con la boca. Saca el lápiz labial de un cajón y empieza a pintarse, mirándose en un espejito. No siento que esté llegando muy lejos con esta pareja, ni en un sentido ni en otro. Decido esperar antes de emprender la retirada o avanzar.

-El señor viene a hacerte una propuesta cariño -dice el simio y se me acerca por atrás- Muéstrele amigo, qué tiene ahí, y señala mi bragueta- Ella lo mira aburrida.

-Bla bla bla- dice ella gritando

- ¿Qué dices cariño?- pregunta él con rabia contenida.

-Bla, bla, bla- repite y lo mira fijo. Luego ríe estrepitosamente, con una carcajada histérica. Su cuerpito se balancea y parece que no va a parar nunca de reír.

-¿Qué va a pensar el señor cariño?. El señor va a pensar que estás completamente loca, amor, y eso no está bien - Ella sigue riendo, como si nada.

-Discúlpela señor -dice él- ella está un poco- usted sabe -me hace un gesto circular con la mano en la cabeza. Entonces, por debajo de su risa estridente, suena el teléfono. Ella calla, como si le hubieran desconectado la corriente.

-Hola -grita él- Escúchame Bobo, ya te lo dije. Te voy a pagar cuando tenga el dinero, Bobo. Te voy a pagar, no me molestes más con esas cosas bobo. Tú sabes que te envío a los muchachos y se acaba el asunto. Tú sabes que es así Bobo. - Se hace silencio y ella se lo queda mirando al calvo, intimidada. Él está totalmente sacado de si. - Sabes qué, eres un imbécil. No me hables más em ese tono, eres un hijo de puta, no cuentes más conmigo para nada Bobo. Sabrás de mí, los muchachos te harán una visita y sabrás de mí, hijo de puta.

Estamos en silencio. Ella lo mira, indignada.

-Oye no puedes tratar así a mi padre cariño, no puedes mandarle los muchachos- Entonces la cosa se va de las manos, definitivamente. Mejor dicho, se va a las manos. El tipo levanta el brazo y ella grita, fuerte. Parece que ella va a obtener una zurra inconcebible. Me incorporo, y me interpongo entre los dos, con mi mejor cara de imbécil. No parece haber lugar para la cordura en esa agencia de seguros. Ella ha pasado de la risa histérica a un llanto desencajado. Se ha vuelto a su escritorio como una buena chica que se portó mal. El tipo se ha sentado en su escritorio de su lado, con su mirada asesina sobre la pared. Definitivamente renuncio a explicarles lo del libro. Guardo mi contrato. Ni siquiera los saludo al irme, están demasiado abstraídos, cada uno en su escritorio. Desde afuera la agencia de seguros parece una más de las tantas que hay en la ciudad, pero entrar en ella es conocer el infierno en detalle.


La puerta de la agencia de empleos, al igual que la antesala, está sucia. Manchas marrones en las paredes y un piso con una alfombra a la cual le hace falta limpieza en profundidad hace por lo menos un año refuerzan la sensación de suciedad, ambientada con una luz tenue de tubo fluorescente. Es que solo funciona un tubo de manera intermitente, los otros dos están quemados. Los personajes que esperan en la antesala son robustos, están vestidos con remeras sin mangas de las que ya no podrán salir las manchas y con borceguíes demasiado calientes para el verano. Sus miradas están perdidas, a la luz del tubo que queda latiendo parecen personajes del tren fantasma. La traza y el olor de esos tipos están a tono con el lugar. Son muchos los que esperan. También el que aparece atrás de otra puerta parece tener el cabello sucio y hasta la cadena plateada que pende de su muñeca luce oscura.

-Pase señor -dice el tipejo con voz suave. Los demás me observan pasar. Recién llego y ya estoy pasando, un privilegio que los otros no gozan. Estos esperan hace horas, seguro que esto no esto les cae nada bien.

–La señora está interesadísima en su propuesta caballero -dice el tipo- Es una dama de gran trayectoria, ya verá usted. Está encantada de conversar con usted -me explica en un tono dulzón.

-Excelente -disimulo la repugnancia que me produce el personaje de voz y modales suaves, adopto una postura hipócrita -Personas como la señora son seguro muy interesantes para nuestro proyecto.

- Pronto se presentará la señora. Últimamente está muy atareada con tantas judías que requieren sus servicios. Esas judías solo traen problemas. Si se pudiera conseguir otro tipo de clientes. Pero quédese usted aquí, porque nuestra sala de espera suele llenarse demasiado.

-Gracias – Algo no encaja. El tipo se expresa demasiado rebuscadamente para el aspecto vulgar que tiene y que tienen que ver los judíos con este personaje. Cada vez entiendo menos.

-El problema sigue siendo el dinero – me explica. Me doy cuenta que la ”señora” está negociando ya conmigo, a través de este emisario. El tipejo ya está buscando un descuento. –Las judías amigo, las judías a las que les prestamos servicios, no pagan. Ese es el gran problema. Estamos cortos de dinero por culpa de las judías.

-¿Qué tipo de servicios brindan ustedes?

-Servicios domésticos. Usted sabe como son las judías amigo. Las judías son inmanejables -El tipo se agarra la cabeza- Las judías no pagan, hace meses que no pagan- Su expresión es de honda congoja.

-Entiendo -espero que termine con su retórica de voz aterciopelada.

Aparece la señora. Volados, puntillas en una blusa de flores amarillas, con una pollera tubo, demasiado estrecha para sus caderas blandas, denotan mal gusto rococó. Su maquillaje recargado y su mirada está perdida completan el cuadro.

-Encantado de conocerlo, cherie. –me dice.- Es usted más encantador de lo que imaginaba -me invita a sentarme detrás de una tercera puerta. La oficina es estrecha, pero está llena de puertas que conducen a un fondo que parece no tener fin. Los escritorios están arrinconados en el último despacho, al que llegamos después de cruzar tres puertas. Atrás de la señora hay todavía una cuarta puerta. Ella hace un gesto que invita al personaje a desaparecer. Él se muestra obediente, abre la última puerta de atrás y desaparece. Ni a ella ni a él parecen interesarle las decenas de tipos que se agolpan en la antesala.

-Encantado señora, entiendo que quiere usted participar en nuestro proyecto de biografía. El olor a perfume barato de la señora me agobia -Sí, cherie, mi intención es poder llegar a instalar mi propia casa de citas. Un espacio con gente refinada. Usted sabe, contar con gente no siempre es fácil y hemos montado por ahora esta agencia de empleo, realmente una “merde” cherie.

-Los sueños se transforman en otra cosa- uso la muletilla.

-En otra cosa cherie, eso es muy cierto -se queda mirando un rato largo el vacío y retoma el entusiasmo -publicaremos algo que nos redima en su hermoso libro. del cual he leído en el diario. Reflotaremos nuestro postergado anhelo.

-No garantizamos resultados, solo hacemos un trabajo de edición.

-Entiendo cherie, pero es una forma de empezar.

-¿Sería partidaria de publicar tres páginas con su biografía? ¿Cuenta con fotografías?

-Oh sí claro cherie, claro- dice como si ya hubiera firmado el contrato.

-Podría pasar la semana entrante a buscar el material.

-Claro, cherie, claro.

-Perfecto -digo –faltaría el cheque.

-Oh sí, eso lo arregla mi asistente, no hay ningún inconveniente -Intuyo que ese es justamente el inconveniente. Toca un timbre y el tipo aparece inmediatamente desde la otra puerta.

-Emítele el pago cherie, son 70. –dice ella.

-Las judías nos deben dinero señora, deberemos esperar- dice él y ella asiente, pensativa.

Me incorporo y los saludo, paso por entre los personajes sombríos de la sala de entrada. Es el tipo de lugar al que uno, cuando ha estado bastante en la calle, sabe que no debe volver. Pretender cobrar es, definitivamente, perder el tiempo. No volveré, me lo prometo.


Entro en pánico. Estos ataques breves son iluminaciones en medio de la autopista detenida, que me toman por sorpresa cada vez más seguido. Los aviones de guerra braman sobre los autos. A veces se alcanzan a ver. Los rostros, uno por vehículo, hablan por teléfonos móviles o simplemente miran el espacio vacío. Otros están quizás sumergidos en oscuros presagios.

El gimnasio está lleno de gorilas. Son tipos y mujeres robustas que hacen ejercicio, consumen vitaminas y drogas para lucir bien. En estos lugares la gente hace crecer sus músculos con dietas estrictas y combinaciones de pastillas. El dueño está ocupado. Apoya la cabeza de sus clientes en el piso y le grita, los alienta a que hagan fuerza en los aparatos. La gente se somete a sus órdenes con gusto. Da el ejemplo haciendo pesas y arrugando el rostro en medio de expresiones de dolor. Su mujer aparece luciendo una musculosa como un martillo en un afiche de bomberos. Está también parada, en vivo, dándole recomendaciones a sus clientes. Mirando la foto es difícil saber si es un hombre o una mujer y vista de cerca la distinción tampoco es muy clara. Decenas de fotos más pueblan una esterilla, se ven cuerpos adónicos en la playa, amigos tomando un paseo en lancha o simplemente posando. Lo he visitado unas cinco veces ya y este tipo siempre me dice que pase a cobrar como a esta hora. Pero siempre está ocupado y no me atiende.

-Amigo estoy atareado, puedes venir más tarde si quieres- me dice lo mismo que siempre.

Adonis ya me ha dicho lo mismo demasiadas veces, decido que ya no volveré a intentarlo.


Me vence la tarde. Vuelvo a casa. Ella no me recibe, como es habitual, con una mísera cena, ni con el bebé dormido, ni diciéndome cosas que ya sé. Simplemente llora, al fondo de la cocina. Me acerco y pienso que hubiera sido mejor seguir en la autopista. El bebé también llora en su cuna. Lo alzo, me mira, abre los bracitos, jugamos y de pronto ríe.

-Hola bebé -olvido esa sensación de estar en el lugar equivocado en el momento menos oportuno, de no encajar en este mundo - hola mi vida, ¿cómo pasaste el día?

-Ggga , tata, ppete -dice. Ella no para de llorar en la cocina. Parece que ha intentado hacer algo con la comida. La heladera está abierta, no hay nada ahí, tampoco hay nada en la alacena con las puertas cerradas. Dejo al bebé en el suelo, entretenido con revistas viejas que rompe y prueba con la boca.

-¿Qué pasa? -le pregunto acercándome lentamente. Está en el piso, desahuciada, llora quedamente, en breves espasmos. Conozco ese llanto y no me gusta lo que trae.

-Me vuelvo -No es una cosa del momento. Lo ha estado pensando días, meses tal vez y lo escupe sin dudarlo.

-Mañana tengo la entrevista con el editor –uso el mismo artilugio que con mis clientes, quiero ganar tiempo. Me refugio en las esperanzas de la gente para salir del atolladero. Empiezo a odiarme por ser así.

-Sos un imbécil-Suena más lúcida y decidida que otras veces.

-Voy a ir mañana -intento darle veracidad a mi promesa -he intentado, pero no consigo dar con él. Voy a ir, personalmente.

Dormimos sin comer. Baño al bebé, lo calmo y se duerme. Ahora estamos en la cama los dos, sin hablar. Esta noche el pánico me da menos tregua que otras veces. Apenas me acuesto, me levanto como un resorte, más temprano que nunca. Estoy sentado, intentando idear una presentación convincente. Hago números, me convenzo de que tengo un caso, algo que decir, o por lo menos una idea. “ Me vuelvo ”, dijo ella. La pregunta es cuánto tardaré en admitir definitivamente esta derrota.


Llego al Centro Comercial en un horario en el que aún no hay gente comprando. Lo que en fines de semana es un hervidero, de madrugada es un desierto de rampas y luces absurdamente encendidas. La escenografía muestra locales vacíos y vendedores perezosos que apenas van abriendo sus tiendas estereotipadas. Esta es la hora en que lo encuentro, puedo franquear esas secretarias porque aún no han llegado, con suerte me lo cruzo en un pasillo. Mi plan es llegar a su escritorio casualmente. Como siempre, al cabo de media hora de estar buscando la oficina, pierdo toda la ventaja que traía a la reunión. Equivoqué de rampa de estacionamiento: en vez del Anexo B, estoy en el Anexo J, del otro lado. De eso me doy cuenta tarde. La tienda a la que se accede de desde ambos anexos en realidad es la misma y los accesos son idénticos, tampoco hay un cartel que indique en que anexo uno se encuentra. Así que no hay forma de distinguir en que lado del edificio uno se encuentra. Además, en el Centro Comercial nunca hay a quien preguntarle nada. Los artículos se exhiben por todo el lugar, pero aparentemente han duplicado la sección hombres con una promoción, lo cual hace que el espacio luzca aún más confuso. Para comprar y pagar cualquier artículo de la tienda basta la ayuda de un soñoliento cajero, al que mejor no preguntarle nada porque nunca sabe nada. Perderse aquí es fácil, es un instrumento más de la mercadotecnia infernal para que uno pase una y otra vez delante de los mismos productos. Se toma una escalera mecánica que sube y por un efecto que nunca entenderé, se encuentra uno de pronto en un nivel inferior. A veces uno piensa que está en el extremo de una tienda, y resulta que ha llegado al mismo lugar por donde entró, porque ha estado dando vueltas en círculos. Las marcas no se distinguen unas de otras, ni las categorías de artículos, porque se repiten infinitamente en pasillos concéntricos y laberínticos. Los negocios se han diversificado a tal punto que todas las cosas son más o menos del mismo color, las tiendas responden a los mismos lineamientos de decoración. Luce igual una tienda de zapatos que un expendedor de bebidas automático, una joyería se parece a una tienda de coches de lujo. Solo logro llegar a la administración cuando salgo de nuevo a la rampa de estacionamiento, cuando me encuentro otra vez con mi vehículo y retomo el camino desde el punto cero. Para ese entonces he pasado perdido media mañana. Finalmente me dirijo al acceso que corresponde, adivinando que he estado errado y recordando vagamente una situación anterior en la que caí en la misma trampa El elevador me deja en el piso 13. El único piso 13 es el de la administración. En realidad ese piso elevado está por debajo de la tienda por la que salí, en el piso uno de un oscuro subsuelo. Son fenómenos de la construcción y de la nomenclatura que nunca comprenderé. Espero allí, pensando cómo encarar al editor, cómo explicarle el giro que ha tomado el proyecto, cómo devolverle la confianza inicial que me dio cuando llegamos aquí y me facilitó el dinero inicial, los trámites, las garantías para el alquiler de mi departamento. Solo puedo intercambiar palabras con una secretaria.

-Llegará en cualquier momento, puede esperarlo si lo desea -me dice, una y otra vez.

-Disculpe, ¿tiene alguna otra entrevista pautada para hoy? –insisto.

-No hay anotada ninguna entrevista señor, de cualquier manera no soy yo quien lleva sus entrevistas y su agenda es bastante imprevisible, suele estar de reunión a esta hora – su voz monótona me desalienta.

Después de cuatro horas esperando y recibiendo respuestas como esta, decido irme.

El peluquero me mira desde el espejo. Una madre se le ha acercado con su niño, para reclamarle que el caballito de madera automático no funciona. Su respuesta se mezcla con el ruido atronador de un avión que cruza la barrera del sonido. El niño llora, pero en silencio, bajo el ruido que todo lo tapa, como en una película muda.

-Vengo por lo de la biografía -le digo cuando el avión y el niño callan.

-Ah, sí amigo, siéntese, aguárdeme un instante y estoy con usted. Me señala un sillón de peluquería de un tamaño en el que solo podría caber un niño, con muñequitos de colores a los costados. Dudo que haya sido eso lo que me señaló para sentarme, pero no hay ningún otro asiento a la vista. El tipo dispone de todo el tiempo del mundo, se nota que en realidad no tiene nada que hacer.

-Gracias -digo, declinando su invitación.

-¿Cómo es lo de la biografía amigo? –me pregunta al cabo de un tiempo de mirar un cuaderno de citas con anotaciones muy escasas.

-Es un libro sobre los sueños de la gente.

-Ah, sí, lo leí en el periódico, aquí guardo el aviso -lo tiene a mano y lo lee con cuidado.

-La propuesta es que usted hable de lo que lo trajo hasta aquí, de cómo su sueño se transformó en otra cosa.

-Toda la mañana he esperado un milagro, pero no sucedió. Tal vez cuando uno más espera un milagro es cuando menos se da -me siento conectado con este personaje. Este trabajo es más duro si uno cultiva amistad que si uno despersonaliza las víctimas.

-A mí, en cierta forma, me pasó lo mismo -no acusa recibo de mi empatía.

-He esperado toda la mañana que algún niño entrara por esa puerta, alguno de los que me habían pedido una cita. Pero no ha pasado nada. Solo vino esa vieja a reclamar porque el maldito caballo de madera no funciona. Los sueños se reducen a eso por ahora. Hace falta que se produzca un milagro, aunque sea cotidiano -me doy cuenta lo difícil que me va a ser llegar al tema del dinero.

-Hay que apartarse de lo cotidiano, pensar en otras aspiraciones -digo, innovando en mi discurso habitual.

- Cuando llegamos aquí con mi mujer, íbamos a poner un circo. Con elefantes, leones, jirafas, mandriles. Con payasos y magos. Ella y yo somos equilibristas ¿sabe el esfuerzo se necesita para lograr el equilibrio amigo?

-Años de práctica.

-Dedicación, perfeccionamiento, sobre todo enorme amor por lo que se hace. Tuvimos dos niños, la mayor alegría que un ser humano puede tener. Pero no teníamos tiempo para ellos. Los cuidábamos aquí, al lado de los clientes que se venían a cortar el pelo, sin prestarles atención. La peluquería tuvo su auge, no nos podemos quejar, la gente nos recomendaba. Compramos ese caballito de madera, pusimos los muñequitos en las sillas, armamos algo distinto, usted ve. Pero ella no aguantó esta vida de peluqueros. El lugar me parece tan horrible y su historia suena tan patética que me dan ganas de llorar,

-Le dieron vida a este lugar. Está precioso –digo para conformarlo.

-Ella no aguantó -dice mirando un punto perdido a través del espejo– Un día dijo: me vuelvo a mi país. No creí que fuera capaz de hacerlo. Se llevó los niños. -Le asoma una lágrima. Su historia me pone triste. Me quiero largar de aquí, aunque sé que este tipo puede comprar.

-El espacio en el libro sale 70. Se lo puedo dar gratis, por unos meses - Me doy cuenta que a nadie le he ofrecido algo así, nunca. -Podemos desarrollar su idea del circo.

-Le enviaré el libro. A ver si ella se conmueve, si se entusiasma y vuelve.

-Usted tiene demasiadas expectativas. Es solo un libro. Pero amigo, lo voy a ayudar, claro, no se preocupe.-le digo – Prepare el material y nos vemos la próxima semana.

-Gracias. -me dice.


A veces me odio más por ofrendarle las ilusiones de la gente a la nada, que por mi propio fracaso. La tarde luce tan clara que la inmensidad marrón de autos detenidos en los carriles de la autopista parece un espejismo.

Cientos de aviones livianos están estacionados tras los alambrados, uno al lado del otro. Hay pequeños jets de pasajeros, bombarderos viejos estacionados a modo de adorno, helicópteros de bomberos y dos galpones atestados de avioncitos para hacer piruetas aéreas. Los bombarderos están en otra pista, lejos de la vista, pero su ruido ensordecedor los delata: también este aeropuerto es utilizado para la guerra.

Es una imagen simple: la isla. Se me aparece por primera vez en ese instante. La observo desde el aire. Varias capas en distintos tonos de azul la envuelven como un tul de corales, para que repose sobre un mar que parece calmo y poco profundo. Una fina capa de arena inaugura una playa extensa y las palmeras definen un espacio de sombra, luego se inaugura una breve cordillera selvática. En mitad de la esfera el verde exuberante se dibuja como un círculo perfecto. Ese par de cerros dominan el mar. Es una isla deshabitada. No hay muelle, ni aldea, nada que señale presencia humana. La imagen es tan precisa que me marea.

La oficina está al fondo de un galpón, afuera se estacionan unos aviones en reparación y un carrito eléctrico para dos personas que sirve para trasladarse hasta la pista. El tipo anda de aquí para allá con unos papelitos en los que cada tanto anota cosas a mano, frenéticamente. Habla por dos teléfonos móviles a la vez. Se mueve de un lado a otro de la oficina, vocifera órdenes en lenguaje clave, recibe mensajes y responde tajante con códigos. Emite insultos, explica cosas en mal tono, reta a los instructores de su escuela de aviación.

-¿En qué puedo servirle amigo? -pregunta después de un rato largo. Por un instante el fragor de sus llamados se calma.

-Estoy escribiendo un libro con biografías.

-Oh sí, amigo, pase, siéntese. -vocifera como si estuviera en un avión, a mil metros de altura. Lo interrumpen dos llamados simultáneos.

–He leído su aviso, sí, sí, sí. -dice, entusiasmado, cuando termina al cabo de otros veinte minutos. Luego sale disparado, sin decir una palabra más. Contemplo colgados en la pared los diplomas, los mapas, las cartografías, las rutas de vuelo, las fotos de tableros de aviones, algunas inscripciones codificadas que me resultan incomprensibles. Me acerco a un gran mapa y sigo las líneas trazadas. Dicen que los aviones tienen rutas fijas, que en el aire hay autopistas, tal vez eso representen estas líneas. El mar se extiende mucho más allá del continente. Me entretengo con un grupo de puntos que parecen configurar un archipiélago. Y más allá encuentro otro punto, en medio del mar, rodeado de capas de azul. Cuando el tipo entra de nuevo tengo la mirada fija en ese punto y estoy calculando la distancia con el continente.

El aviador sigue hablando por uno de los móviles. Toma el otro e insulta a alguien hasta que se cansa de gritar. Cuando cuelga percibe otra vez mi presencia y se sienta. Se saca el auricular del oído. Los dos teléfonos suenan pero ya no los atiende.

-Con usted quería hablar amigo, hace tiempo - dice con los pies sobre el escritorio.

-Estamos escribiendo biografías sobre gente de la ciudad. Describimos como los sueños se transformaron en otra cosa. – explico.

-Claro, amigo, eso mismo, está muy bien. -vocifera.- Sueños, eso es lo que la gente no tiene en nuestros países amigo. Aquí sí, aquí se pueden tener sueños. -Me empieza a hablar como les habla a sus instructores de vuelo, a los gritos. -¿Cómo se llama lo que usted quiere hacer?

-He pensado varios títulos, tal vez se llame La Ilusión de Otra Cosa.

-La Ilusión -por un momento sus neuronas hacen sinapsis- Sí, sí, amigo, buen título, excelente. Claro, la ilusión. Oiga está bueno eso. Nadie lo había pensado. La gente aquí tiene ilusiones, claro, ilusiones que son otra cosa. Está muy bueno eso.

-La idea es contar esos sueños. Cómo usted llegó hasta aquí por ejemplo, y cómo su sueño se transformó en otra cosa.

-Quería ser piloto de aviones de alta velocidad, de esos que ahora se escuchan todo el día, porque desde aquí salen. Quería manejar un bombardero, mi sueño era participar en una verdadera guerra, como la que tenemos encima. Eso fue hace muchos años -Parece acordarse de algo y toma frenéticamente uno de los teléfonos. Lanza una perorata, se incorpora y se desplaza por toda la oficina. Solo pasan cinco minutos, se acomoda de nuevo y otra vez deja de hacerles caso a los móviles.

-Le decía: quería ser piloto militar. Empecé como mecánico de aviones, antes había sido lava-copas, después fui mesero, usted sabe, hice todo el escalafón. Ahora soy dueño de esta oficina y de ciento cuarenta aviones allá afuera. Esta escuela es de las más prestigiosas del aeropuerto. Aquí vienen de todos lados, tenemos treinta y cinco instructores.

-Es notable su progreso, ya lo creo ¿Querría publicar eso?

-Claro amigo, claro, de eso se trata. Soy el típico ejemplo de unos sueños que se convierten en realidad. Quiero publicar eso para que vean lo que es un sueño. En nuestros países, ¡uf! ya no hay sueños -sale disparado de la oficina. Alguien asomó a la puerta desencajado y le hizo una seña. Me levanto otra vez, impulsado por una fuerza extraña. Miro fijamente el punto en el mapa, observo, ahora sí, las coordenadas exactas. Trato de aislar un dibujo que denote la distancia entre ese punto aislado, más allá del archipiélago, y el continente. Contemplo las capas de azul que lo rodean. La imagen de la isla irrumpe nuevamente, aún más fuerte que la vez anterior y se confunde con el ruido de los aviones caza-bombarderos que despegan sacudiendo la precaria oficina y el galpón.

-¡Instructores de mierda! -vocifera cuando entra de nuevo. Toma el teléfono y lanza unos insultos incomprensibles. Se extrae frenéticamente el auricular del oído y aprieta unos botones en los teléfonos. Adopta nuevamente su posición, con los pies sobre la mesa -Los he callado -dice- para que no nos interrumpan- Permanezco contemplando el punto negro en el mapa.

-¿Cuánto hay desde el continente hasta ese punto?- le pregunto sin quitar la vista del mapa. El tipo se incorpora, eléctrico. Toma una escuadra y marca el punto con un compás en su propio mapa, que está extendido sobre otra mesa.

-Ese punto, amigo, sí, sí -ya le digo- No parece sorprendido por mi pregunta, trata de ser amable, tal vez siente que me ha hecho esperar demasiado.- Unas ochocientas millas, dos horas de vuelo.

- ¿Tiene nombre esa isla? -le pregunto.

-Déjeme ver, aquí está el archipiélago. ¿Sabe qué? Esas islas están desahuciadas, invadidas, o como se dice, inhóspitas.

-Inhabitadas- digo

-Eso, eso amigo, inhabitadas, muchas de esas islas son así.

-¿Y cuánto cuesta un vuelo hasta ahí?

-Contando gasolina, horas y piloto, ya le digo amigo, ya le digo. Son unos mil.

-¿Y si fuera más de uno?

-Sean los que sean.

-Entiendo -El tipo me mira distraído, como si todos los días viniera alguien al preguntarle por esas islas o por cualquier otra locura similar.

-¿Con cuánto tiempo de anticipación le tengo que avisar para partir? -le digo

-Ahora amigo, con la guerra, los aviones caza no dejan salir los ultralivianos. Con lo que ha pasado ya no se puede salir del perímetro. Lo máximo es el archipiélago. Si se trata de un ONA, objeto no autorizado, puede que a uno lo bajen sin preguntar ¿entiende?

Permanezco con la vista fija en el punto negro rodeado de azul. Me doy vuelta el tipo ya no está, seguro lo llamaron por alguna emergencia. Pierdo toda esperanza con él, ya no lo tendré aquí para la entrevista. Cruzo la pista mirando los aviones, imaginándome cual de ellos sería capaz de recorrer ochocientas millas en dos horas.


-¿Qué alternativas quedan?- le pregunto.

-Esperar a que te caigan, declarar la bancarrota y refugiarte en un nombre ficticio- me responde con aire de suficiencia. Atrás suyo, sobre un estante un barquito de madera en miniatura se apoya delante de la pared donde cuelgan cuatro diplomas. Sobre el escritorio, una foto de su mujer y sus hijos. Su oficina es pretenciosa, da a una calle principal en una buena zona. Corté la tarde para verlo, dejé para mañana las entrevistas pautadas. Me atendió sin que le pidiera turno. Seguro aún espera algo de mí, los abogados de su tipo no atienden gratis a nadie.

-¿Qué posibilidades hay de atraparlo?- insisto.

-Ninguna ¿dónde me decís que trabaja?-me mira con ojos achinados, desde su cara regordeta, con esa típica expresión de abogado.

-En el Centro Comercial.

-Olvídalo, no hay forma. ¿Pudiste encontrar su oficina?

-Me costó, pero ya van dos veces que llego.

-¿Te atendió alguna vez?

-Ni siquiera levanta el teléfono.

-¿Hay algún papel que certifique lo que te prometió? –típica pregunta de abogado en la que uno siempre lleva las de perder.

-Nunca quiso que firmemos.

-¿Está su licencia de editor?

-¿Licencia de qué?

- Hace falta licencia aún para escribir cosas en un ordenador sin ánimo de que nadie las lea. Es necesaria una licencia para cualquier acto de escritura. Se cobra por letra.

-¿Para qué es eso?

-La nueva Ley de Control del Pensamiento Individual y Colectivo. Es por la guerra.

-¿Con este tipo no se puede hacer nada entonces?

-Ni siquiera es editor.

-Fue a verme en persona. Prometió que íbamos a hacer el libro, que después hacíamos el guión y que se produciría el documental.

-¿Te pagó?

-Claro. Fue él quien pagó tus honorarios.

-Lavado de dinero, es todo. Tenía que justificar impuestos y armó esa fachada. ¿Y ahora a qué te estás dedicando?

-Estoy tratando de hacer el libro por mi cuenta.

-¿Por tu cuenta? –Según su cara, mi respuesta no es legalmente correcta.

-Por mi cuenta, voy a ver a la gente y le cobro a cada uno. Publicamos un aviso, mucha gente llama y la visito.

-¿Qué?

-Cobro dos por una participación mínima y setenta por la máxima. Podés participar si querés, ¿cuál es tu sueño?

-Estás completamente loco.

-¿Por qué? -espero su respuesta como un castigo.

-Está prohibido.

-¿Qué cosa?

-Cobrar, no se puede cobrar sin autorización. ¿te pagan con cheques?

-Si no, no me pagarían.

-¿A nombre de quién?

-A nombre mío.

-Sos extranjero, eso queda registrado. Todo lo que ingresa en tu cuenta va a parar a un sistema centralizado, que a la vez se cruza con otras variables: tu perfil psicológico, tu situación procesal, tus relaciones. Es la nueva ley.

-¿Eso qué significa?

- Sos hombre muerto, tarde o temprano te agarran.

-Hay un pequeño problema - sigo, aunque sé que estamos perdiendo el tiempo.

-Un gran problema…

-Se me acabó el dinero. Lo que estoy recaudando lo uso para cubrir la renta, el teléfono, la luz, que hace dos meses no pago. Y la comida, porque si no el bebé se muere.

-Más que un abogado necesitas a alguien que te dé la extremaunción. –Está actuando como amigo, no me promete nada. Cualquier otro de su clan me ofrecería sacarme del lío.

-¿Hay alguna forma de salir de esto –mira el retrato de su mujer y sus hijos sin responderme, extiende la mano.

-¿Tu mujer y el bebé bien?

-Se puede decir que bien. El bebé está sano.

-Buenas tardes –dice en tono fúnebre.

Me toca lo peor del tráfico al regresar.


-Cortaron el teléfono -dice ella desde la cocina.

-Habíamos pagado – lo digo sin convicción, no es cierto. Es el primer intercambio desde que llegué y me senté a ver en la televisión. Dan un discurso del presidente, luego pasan una nota a un teniente rumbo al frente despidiéndose de su familia y al final las eternas imágenes de los bombarderos partiendo de todos los aeropuertos. “Nuestras tropas están listas para atacar, enviaremos cuatro divisiones de infantería más y en dos semanas la campaña será un éxito” –dice ahora un General, al lado del presidente, en rueda de prensa.

-El bebé está con fiebre -sigue. Su pelo está recogido, su expresión es dura. Sé que ha estado llorando, todo el día. Le noto una determinación que no le había conocido antes. Posiblemente ya vinieron por el desalojo

. -Vinieron por el desalojo –dice. Aunque le ponga una pistola en la boca no la va a abrir más. “¿Alguna otra buena noticia?” estoy tentado de bromear. Mejor me callo.

Hay una caja de pastillas en su mesa de luz, eso es lo que la hace dormir tan bien. Yo no puedo cerrar los ojos ni un instante. Al poco tiempo me levanto y voy a la pieza del bebé. Le mido la temperatura, su piel hierve. Lo destapo para que esté bien. El pánico me invade otra vez como un tifón. Me acurruco en el sillón, el cuerpo me tiembla y miles de pensamientos siniestros cruzan mi cerebro durante horas. La noche se hace eterna en la misma posición. Cuando la luz pálida finalmente asoma por la ventana, me adormezco.

Estoy de nuevo en la autopista, no la he despertado, con las pastillas seguirá durmiendo hasta el mediodía. Empiezo tan agotado como cuando llegué a casa la noche anterior. Hoy renuncié a mirar la agenda, es inútil seguir con esa farsa. Dentro de dos semanas viene el fin, cuando terminen las entrevistas que hay pautadas. Esa es mi primera decisión. La segunda decisión que tomo es pagar el teléfono. Tercero: volver a publicar el anuncio. El proceso de reinstalación llevará cerca de un mes. Es absurdo, pero decisiones tomadas a esta hora me hacen sentir en control de la situación. Por más malas y contradictorias que resulten, son decisiones. Otro avión rompe la barrera del sonido. Ese ruido constante destruye mis nervios. Y la falta de sueño. Hace días que no duermo una noche entera. Me alteran el lote de autos parados, las caras de sueño encerradas en los vehículos, los semáforos y un dolor que pronto me hará estallar la cabeza. Detengo el auto en el estacionamiento de un negocio de repuestos. Reclino el asiento para atrás y duermo.

¿Qué nos pasa? despierto con esa pregunta en la boca. Soñé con un paisaje que se abría sobre el horizonte. Avanzaba por la ruta en la montaña y de pronto aparecía ese abismo. Me desbarrancaba, pero en vez de caer, volaba. Pienso en el editor, en lo que nos trajo hasta acá. Una energía nos arrastra quien sabe desde que trama inexorable.


El pequeño aeropuerto estaba repleto de gente esperando. Nos desencontramos, confundí la puerta. El tipo no era como lo imaginaba.

-Bien amigo, aquí estamos -nos reconocimos al mismo tiempo, luego de una hora de desencuentro. No me gustó el detalle de su cabello teñido, ni su corbata con dibujos animados.

-¿Qué tal el viaje? –le pregunté mientras nos dirigíamos a su hotel en la camioneta blindada que alquiló.

-Excelente, excelente – La conversación se detuvo en seco. No encontramos tema en todo el viaje. No me preguntó acerca de la ciudad, ni acerca de mi mujer, ni acerca del tiempo. Yo tampoco le pregunté nada. Permanecimos en un incómodo silencio. Nos habíamos escrito varias veces, habíamos hablado por teléfono. Pero siempre en tono acotado, relacionado con el trabajo.

Su presencia fantoche y sus expresiones cliché delataban falta de ideas y de cultura. La conferencia fue mediocre, a pesar de un título resonante y vago: “Oportunidades para iniciados”. El tipo pagó avisos en el diario, me dio dinero para que sedujera a gente del gobierno, a cámaras empresariales, a la prensa. Se presentó la televisión y la cosa salió en los noticieros. Hubo pocos asistentes, creo que la mayoría no entendió de que se trataba. A él nada pareció afectarlo. Simplemente fue y vino de su hotel por varios días, sin darme lugar a que lo atendiera o le hiciera preguntas. Hasta que una noche partió como había llegado.

-¿De dónde lo sacaste? -me preguntó ella.

-Apareció un aviso en el diario, mandé mi currículum, llené una ficha.

-¿Una ficha? -me miraba escéptica

-Me preguntaban cosas como si había cometido algún delito y como que tipo de comidas me gustan.

-Seguro que es algo de la mafia. He oído sobre eso, engañan a la gente para lavar dinero -El género femenino tiene una intuición que los demás integrantes de la especie no tenemos.

-Fui seleccionado entre miles de candidatos.

- Estás desocupado hace años. No tenés ningún proyecto confiable. Dejaste tu carrera de cine a mitad de camino Nunca has hecho nada relevante ¿qué les puede haber llamado la atención?

-Quizás coincide mi perfil con lo que están buscando -dije sin convicción.

-¿Es una organización o es un solo tipo? -me siguió la corriente, tratando de buscar un sentido donde ambos sabíamos que no lo había.

-Es editor.

-No puede ser que esto nos esté pasando a nosotros.

-¿Por qué no? Alguna vez se nos tenía que dar. ¿Cuánto hace que estamos con la cabeza en el fango? Estos tipos les dan oportunidades a gente frustrada.

-Pavadas.

-Por eso te amo, porque sos tan contundente –la besé.

-¿Entonces, te entregó el dinero? - todo aquello nos iba a hacer mal, lo sabíamos. Igual la consumíamos, a esa extraña realidad, como a una droga.

-Le expliqué mi idea, lo de hacer un documental sobre las ilusiones de la gente.

-¿Cuánto te entregó?

-Diez mil. En efectivo . Yo contaba el dinero, preguntándome si el diablo se aparecería en persona para hacerme firmar un recibo..

-¡Diez mil!

- Mañana compramos los pasajes.

-¿Vamos al Shopping? – me miró como una niña a la que le prometen la luna.

Esa noche no dormimos, haciendo planes, tomando decisiones.


- Es un documental sobre las ilusiones de la gente. Un relato en tiempo real, en el cual los protagonistas finalmente se encuentran con sus aspiraciones más íntimas. Con un final feliz, ¿entiende?.- Me observaba con sus ojitos de rata, engullendo delicadamente la carne.

-Proyecto interesante -contemplaba una rubia transvertida que se sentó en la mesa del lado.- Que buena la carne de este país –comentó. Se ve que ya había recorrido esa zona y se había hecho afín al lugar. Era un bodegón al que concurría gente rara, sobre todo en sus preferencias sexuales.

-¿Entonces, usted financia proyectos?

-Solo los que me interesan- esperé que se explayara, pero era hombre de pocas palabras. -Hábleme del suyo.

-Los sueños de la gente por lo general se transforman en otra cosa.

-Entiendo -elegía glotonamente un espárrago en su plato.-¿Y cuál sería el beneficio para mí? -me preguntó sin sacarle la vista a un rubia, o rubio, que aparentemente le devolvía la mirada.

-El noventa por ciento, me conformo con el diez por ciento.

-Suena justo. Le pago para que se vaya. Hacemos sus papeles. Va a estar legalizado. Primero hay que escribir el libro, allá. Soy editor, ante todo, ese es mi negocio.

-Será un libro de entrevistas, plasmando las experiencias de la gente. Ponemos un aviso en el diario y esperamos que nos llamen. El aviso tiene que atraer a gente frustrada, debe ofrecerles la posibilidad de que publiquen sus sueños, como una manera de revivirlos y hacerlos realidad. Será un éxito ¿quién no tiene un sueño?. Con la base del libro, producimos el documental. -Apenas si me prestaba atención, enfrascado en un postre tira mizu.

-¿Quién lo vende?

-¿Al libro?

-El libro no hay problema, lo vendo yo. Me refiero al documental.

-El documental se vende solo, sobre la base del éxito del libro.

-¿Usted lo vende a las grandes cadenas?

- Por supuesto.

-¿Tiene contactos en la industria? ¿Ha vendido algún documental en su vida? -preguntó con voz monótona. No parecía importarle demasiado. Ella, o él, se levantó y pareció dirigirse al baño. Él siguió su movimiento con la mirada, ávido. Sospeché que ya había habido un intercambio entre ellos, una noche en que él había venido solo.

-He estudiado contratos en la escuela de cine. Es una materia de la carrera.

-Nada de contratos ¿entendido? -por primera vez sentí un tono de amenaza en su voz, su cara se tornó rígida.– entre nosotros no hay nada escrito. Pagamos en metálico. El dinero no va al banco. Esto se va hacer de palabra, ¿entendido? No habrá contrato entre usted y yo. Ni entre usted y las cadenas. Nada escrito. Es la única condición. Bien, bien, ¿cuánto necesita de adelanto para el libro?

- Nos vamos -le dije cuando volví de la cena. Nos instalamos allá. Ya tenemos donde alojarnos y de que vivir. Ya tenemos los papeles. Mañana busco los pasajes.

-Tengo que preparar mi ropa- dijo ella sonriendo.

Al día siguiente ella renunció a su trabajo.


Todo tiene prioridad. Darle de comer al bebé, que se cure la fiebre. La Pagar el teléfono. El alquiler de este mes lleva diez días de atraso. Decido ir a lo del aviador.

Miro la pista, repleta de aviones en movimiento. Algunos despegan, otros aterrizan, se desplazan a lo lejos, parecen moscas. “Vuelvo enseguida”, dice en la puerta. El galpón está cerrado. Al rato aparece el tipo en su carrito eléctrico.

-De nuevo por aquí -se saca unos auriculares. El ruido de los aviones lo debe tener sordo-Ando tan ocupado que la otra vez se me olvidó darle mis recortes y mis fotos.

-Quiero que me diga algo de la isla, necesito hacer ese viaje.

-El tema es la guerra amigo. El tráfico está regulado ahora y no se puede hacer nada sin el permiso –el tipo me sigue la corriente.

-Olvide el permiso, ¿cuándo podríamos partir?

-Amigo, imagínese, todo es cuestión de dinero.

-Acá tiene un adelanto, cheques de terceros, se los endoso- le digo, y le extiendo 210.- Es lo que recaudé en los últimos dos días.

-Bien, amigo, bien ¿y el resto? -Estoy de nuevo frente al mapa, con la vista clavada en el punto negro en medio del mar.

-¿Qué probabilidades tenemos de que no nos baje un caza bombardero?- le pregunto.

-Ninguna. No preguntan, solo disparan. Si se sale de la zona de exclusión disparan.

-¿Hay alguna probabilidad?- insisto.

-Siempre hay alguien dispuesto a morir por nada. El asunto es encontrar un piloto suficientemente loco como para hacerlo. Tal vez quiera otros dos mil de adelanto, o más.

-Imposible -Me mira como quien compadece a un desquiciado.- No tengo más dinero.

-Cuando llegué a este lugar no tenía dinero –dice, tranquilo, no lo había sentido nunca tan tranquilo- Ahora poseo más de cien aviones y soy el amo de cuarenta empleados. Nada es fácil amigo.

-Ayúdeme. Tengo que llegar a esa isla, mañana al mediodía.

-Un psiquiatra le va a hacer una consulta por menos de lo que yo le cobro. Aquí tiene sus 210, págueselos a alguien así.

-Usted ha realizado su sueño, el mío es ir a esa isla. -El tipo no se mueve, tiene los cheques en la mano.

-Mañana hablamos-dice y me acompaña a la puerta, forzando mi salida del lugar.


Durante el resto del día no encuentro a nadie. Me las arreglo para llegar tan tarde que el televisor está prendido, con puntos negros inundando la pantalla. Ella se ha dormido con el bebé en brazos. Ambos tienen la cara roja, sé que están con fiebre. Engullo los restos de arroz que quedaron pegados en una olla. Llevo al bebé a la cuna y la arrastro a ella a la cama. Duermen profundamente. Ella ha tomado tantas pastillas que me duermo dudando si llamar a emergencias.


La primera semana fue una luna de miel narcotizada. Ella eligió vestidos, lencería, alhajas, arte, muebles para el piso. Pasamos los días haraganeando en las playas, derrochando en los restaurantes y bares de copas a lado del mar.

Depositamos una garantía para el alquiler, compramos un coche de contado. Nos instalaron la línea telefónica y la luz pagando una fianza . Se nos contactó con el abogado que se encargó de nuestros papeles de inmigración, a quien se le pagó adelantado. Me esperaba un mes de trabajo y luego el editor me entregaría, según lo hablado, los segundos diez mil en efectivo. Al cabo de un año me daría el resto, treinta mil.

“Se la pasa viajando”, se excusaba su secretaria. Cada vez que llamaba me atendía una secretaria distinta. Al cabo de dos semanas me dirigí al Centro Comercial, con la intención de encontrarlo personalmente. Ni siquiera pude hallar su oficina en ese laberinto.

-No insistas tanto, andará ocupado. - decía ella sin convicción.

-Voy a empezar a trabajar en el libro de cualquier manera.

-Tal vez contrató a otros como vos y está probando con otra gente –nuestras hipótesis eran benévolas.

-No me dijo que tuviera otros proyectos.

- Es raro que trabaje en un Centro Comercial¿Estás seguro que esa es la dirección?

-Es la que figura en la tarjeta.

-¿Cuánta plata nos queda?

-Deben quedar unos noventa. Increíble, pero ya hemos gastado los cuarenta mil que nos adelantó.

-Ya va a aparecer

- Suspendemos la salida esta noche, mañana habría que hacer una compra de comida.

- Esta noche cenamos aquí, sopa de lentejas.

A cuatro meses de haber llegado lo llamaba cada dos o tres días. Al cabo de seis meses todos los días. Luego me cansé.


Observa como me visto desde la cama.

-Necesito dinero -su cara sigue inflamada.

-Todavía no se acreditaron los fondos, ayer hice el depósito -miento.

- Los tipos dijeron que hoy traen a la policía.

-¿Por el alquiler que debemos?

-Quieren hablar con vos.

-Deciles que me encuentran a las seis de la tarde.

-Nunca llegás a esa hora.

-Es el tráfico, a veces demora - Ahora el bebé llora de nuevo. Se levanta. Su aspecto es deplorable, se nota que le duele la cabeza. Está flaca y no tiene fuerzas. He sentido su aliento horroroso y hace días que no se baña.

Me voy sin esperar que salga, sin saludarla. Como un ser amado se puede transformar en eso. No tengo ni para ponerle gasolina al auto. Si alguien no me paga algo, estoy parado.


-Hola muñeco -dice desde atrás del mostrador. Tendrá unos cincuenta años, pero se conserva bien, muy bien. Recién abre el local y se nota que ahí no entra un alma.

-Buenos días, señora –su escote es generoso y me distrae.

-¿Quiere mirar alguno de nuestros cuadros cariño? Son interesantes.

-Hemos sido clientes suyos, hará dos años, ¿recuerda? con mi esposa.

-Si lo dices... seguro. No olvido fácilmente a la gente -Me mira fijo.

- Fue hace tiempo, pero me acuerdo bien de Usted- También me quedo mirándola.

- Y bien, no nos hemos olvidado ¿y ahora qué se te ofrece, amor? -Se ha desplazado de atrás hacia delante del mostrador.

-Vengo por la cuestión de la biografía. Por el aviso en el periódico, me ha llamado.

-Ah, el asunto del libro, el recorte de diario lo tengo por ahí -señala el fondo del local. El lugar es amplio. Se desplaza hasta un rincón, indicándome que la siga. Se ha puesto a acomodar unos cuadros. Se agacha y cuando se levanta se tambalea y se apoya en mí. Su bien formado trasero queda a la altura de mi bragueta.

– Oh! - exclama. Entonces su mano se mueve para atrás, me roza. Sigue caminando hasta que llega aún más atrás en el local. La sigo. Su respiración está agitada.

-Mi marido -dice con el aliento entrecortado, recomponiéndose y poniéndose frente a mí. Queda apoyada en la pared, muy cerca- es una persona vulgar, no como usted. Fue él quien me sugirió hablar de mí. Hacer algo independiente. ¿Usted qué opina? -pregunta y se desplaza para cerrar una cortinita que separa ese cuarto del frente dejándonos aislados.

- Parece buena idea -le digo y espero a que vuelva. Está acomodando los cuadros y estoy parado atrás de ella. Ha movido su trasero para atrás, como quien no quiere la cosa. Sin decir una palabra le desprendo suavemente los botones del vaquero y la acaricio. Ha abierto mi pantalón en un par de movimientos, hábilmente. Al cabo de un rato se da vuelta y desplaza su cabeza a la altura de mi bragueta. Grita tanto cuando la embisto de atrás que temo que alguien se entere al frente del local. Luego me olvido.

Se siente un timbre y ella despierta. Se pone rápido sus vaqueros y se va para adelante a atender la clienta que entró, como si nada hubiera sucedido. Aprovecho para irme rápido por un costado. La saludo desde la entrada y ella sonríe.

Siento una necesidad imperiosa de encontrar una ducha. Los bombarderos pasan cada vez más seguido por las mañanas, su ruido me destroza. Me detengo en una cafetería y gasto mis últimos centavos en un cortado.


Las señoras de delantal blanco se mueven como abejas. entran y salen de unas habitaciones con aspecto de consultorios. Una se ha hecho más cirugías que un androide. Su cara parece una máscara de hierro. La otra luce tan pintada que parece que se le va a caer la cara. Están haciendo tratamientos para mujeres mayores. Los anaqueles de la sala de espera están plagados de frascos de distintos colores y tamaños: productos de belleza que se usan después de las operaciones y durante los tratamientos. En la antesala, mientras espero, siento el perfume en mis muñecas, estoy tan impregnado con ese olor que tengo ganas de vomitar.

-Queremos crear mujeres perfectas -me dice una cuando termina y se da cuenta por que estoy ahí. También ellas están perfumadas. Siento náuseas, tengo poco ánimo. Pero sigo.

-Necesitamos fotos de los tratamientos y de su trayectoria. Son 70 al mes, por doce meses. –ellas no hacen ningún gesto– Si pagan adelantado les puedo hacer un gran descuento. La otra extrae la chequera y empieza a escribir un talón.

-¿Cuál es el total?- me pregunta.

-Setecientos. Por tres páginas con fotos. Pueden hablar de cómo llegaron, de cómo empezaron con esto, relatamos su sueño de hacer algo grande en el campo de la belleza. - Me da el cheque y me incorporo -Estaré por aquí la semana entrante, para hacerles la entrevista.

-Cariño, te esperamos – me dice la de la máscara de hierro y siguen trabajando como abejas.


He salido de la autopista, he detenido la camioneta frente a unos galpones, pensando. Fui a cobrar el cheque al banco, cargué un poco de gasolina y compré comida, para llevar a casa. También compré medicinas para el bebé. Hace calor y me siento sucio. Mientras espero miro los avioncitos que entran y salen de los hangares, que despegan de a uno y van aterrizando. Se hace de noche así, hasta que el tipo llega hablando por el móvil sobre su carrito eléctrico.

- A cuenta del viaje -le entrego seis billetes de cien.- Van 810. Mañana tiene el resto.

-Oiga amigo, no encontré piloto que le hiciera ese trabajo por menos de dos mil. La guerra ya está aquí.

-Solo puedo conseguir mil, mañana le entrego lo que falta, no tengo más.

- Imposible.

-Está bien- le digo, vencido- puede tener mi auto también. El día que me subo al avioncito, hacemos la transferencia y se queda con mi auto.

-Si es un trasto viejo, mírelo.

-Por lo menos mil quinientos vale.

-Así como está, no vale más de doscientos.

-Le entrego mil, más el auto, mañana.

-Va a tener que ser la semana que viene.

-Tal vez sea tarde.

-Lo siento, nadie lo va a hacer. Usted me cayó bien, es un pobre tipo. Traiga el resto del dinero el lunes. Y los papeles para la transferencia del auto. Si salimos, será a las cinco de la mañana. Tiene que estar aquí dos horas antes, con todo listo.

-¿Puede ser antes?

-El tipo desaparece , llevándose mi respuesta, chupado por sus dos teléfonos y un vuelo nocturno en emergencia.

Por primera vez en meses siento algo parecido a un alivio. Una sensación efímera. Lo que sienten los suicidas cuando toman la determinación final, quizás. O lo que impulsa a los revolucionarios cuando deciden oponerse a un sistema en forma violenta. Me resisto a volver, paso por un bar, tomo unos tragos fuertes. En la televisión del bar muestran los bombarderos despegando. Un tipo deja a su familia para ir a la guerra dice que lo hace con gusto. Pasan otra entrevista al mismo general de siempre. “Arrojaremos cerca de mil millones de misiles en las primeras cuatro horas de conflicto. Garantizamos el exterminio del enemigo en ese tiempo.” Quiero volver, pero me detiene un accidente. El tráfico se hace tan espeso que cerca de la medianoche aún no estoy en casa.


Nunca más volví a ver a ese supuesto editor. Sus sucesivas secretarias resultaron infranqueables. En el teléfono sus evasivas eran infalibles, intentar verlo personalmente era inútil.

-Se terminó el dinero- le dije un día.

-¿Y ahora?

-Lo voy a hacer solo. Después le llevo el libro terminado, para que me financie la impresión.

-El tipo no te quiere ver. Estás jugando a la ruleta rusa.

-¿Qué alternativa queda?

-Salí a buscar un trabajo de cualquier cosa, ya nos las vamos a arreglar. Olvidá la mierda esa.

-Vine para eso, no para cualquier cosa.

-No va a funcionar, es un mafioso.

Los dos meses siguientes fueron los peores. No salí a buscar trabajo, ni intenté hacer algo por mi cuenta. Me quedé en casaesperando que algún milagro me salvara. Pero el milagro adoptó una forma muy distinta a la que esperaba.

-Me dio positivo -me dijo una madrugada saliendo del baño. La miré y ambos sonreímos.

-Amor.- Pronuncié esa palabra después de mucho tiempo. Nos acercamos y nos besamos. Ella lloró y la abracé con toda mi fuerza.

-Todo va a estar bien, repetí que todo va a estar bien –me imploró con ternura.

-Todo va a estar bien. Todo va a estar bien. -prometí.

-Nuestra vida, nuestro bebé, - de a poco nos fuimos poblando de felicidad, como nunca antes lo habíamos estado.

-Voy a salir a hacer el libro, vas a ver, va a funcionar.

-No, amor, tenemos una responsabilidad más grande ahora.

-Tengo todo planeado, confiá en mí.

-Estás loco, completamente loco -me dijo sonriendo. Esa noche la pasamos haciendo planes. Al día siguiente fuimos a la librería. Consultamos libros de gestación y de bebés. Los últimos veinte nos los gastamos en un juguete, su primer juguete.

-Para cuando tengamos que conseguir la cuna vamos a ser ricos -le prometí.

-No hagas promesas tontas -sonreía.

El embarazo fue plácido para ella. Los meses transcurrieron sin sobresaltos. Por mi parte publiqué el aviso en el diario y cientos de personas empezaron a llamar. Me pasaba los días haciendo entrevistas y a todos les cobraba adelantado. Uno a uno cobré los cheques y gasté el dinero sin reservas. Hubo miles de gastos imprevistos. El cochecito, ropita, los gastos médicos. Todo lo que recaudaba iba a parar al pozo sin fondo de nuestro inmenso proyecto de vida.


Cuando finalmente llego ella duerme. El bebé también. La televisión quedó prendida, no hay transmisión. Me desvisto. Intento prender la ducha, pero recuerdo que han cortado el agua. Me acuesto desnudo.

-¿Con quién estuviste cerdo? -no sé cuantas horas han pasado. Está sentada, apoyada en la almohada, mirándome. Abro un ojo y siento el irrefrenable deseo de dormir, eternamente. Quiero que esta cama me trague para siempre.

-¿Qué? –le pregunto. El bebé empieza a llorar. Ella también está llorando, más fuerte que el bebé.

-Tenés olor, estuviste con otra.. ¡ Sos una basura!

-Amor- digo sin convicción, me pongo el pijama y me incorporo para ir a buscar el bebé.

-¡No toques la criatura!- me grita desde la cama, desencajada. Se prende de mi cuello. Nunca la había visto tan decidida a matarme.

-¡Calmate! -grito y le tomo fuerte los brazos hasta que se queda quieta, llorando.

-¡Sos una mierda!. ¡Sos un hijo de puta! -me dice. ¿Con quién estuviste, cerdo? ¡Tenés olor a perfume barato! ¡Confesá hijo de puta! ¿Con quien estuviste?

-Con nadie - mi voz es cada vez más leve. Corre por el living y toma una silla. El bebé llora a gritos. Me arroja la silla, la esquivo. Va a dar contra el ventanal, que se parte en mil pedazos.

-¡Cerdo!–grita. A mí no me ves más la cara, roñoso. Sos la peor mierda que existe. - Debe haber despertado a todo el condominio. Ahora golpean la puerta.

-¡Calmate perra!

-¿Perra? ¿Vos me decís perra?. Sos un pedazo de mierda. Confesá, ¿con quién estuviste?

-¿Y vos? ¿Cuánto hace que no te bañás? Apestás - le grito.

-Imbécil. Sos el peor error de mi vida. Ni para pagar el agua me das, hijo de puta. Ni tener un hijo te importa, ¡maricón! - Golpean la puerta, cada vez más fuerte. Ella está fuera de sus cabales. Va a la cocina y saca una cacerola. La arroja con fuerza y le da al televisor, que se tambalea. Luego empieza a arrojar platos en mi dirección, que se van rompiendo contra la pared. - ¡Hijo de puta! - me grita.

-Abran la puerta - están golpeando. Son vecinos preocupados, los del consorcio o la policía.

Salgo por la ventana echa añicos. Subo al auto. Imprimo velocidad, quiero irme lejos. Asoma tímida la primera luz del alba sobre la autopista vacía.


Una baliza me enceguece, la luz se refleja en mi espejo retrovisor. Suenan una sirena y un altavoz.

- ¡Conductor! -la voz metálica es clara– ¡detenga su vehículo a la derecha del camino!

Sudo, todo mi cuerpo tiembla. Mi mente está en blanco y mi capacidad de entendimiento está anulada.

-Conductor, ¡pare el motor! -No oigo lo que me dice el tipo. Solo entiendo que me ordena avanzar y me detengo. – ¡Conductor! ¡Pare el motor! –me ordena. Obedezco. El amanecer tarda. El silencio es completo, solo cortado por vehículos que atraviesan la ruta como meteoritos. Trato de tranquilizarme, de pensar, pero es imposible. “Es el fín” pienso. Transcurren horas. El patrullero está atrás mío, con las balizas encendidas. Chequea mis antecedentes, sabe quien soy, mi situación legal. Ella hizo la denuncia, tal vez este tipo me sigue desde ayer, también puede haber sido un cliente el que me denunció. El pánico no me deja pensar. El tipo baja, se está acercando a mi ventanilla, lo veo por el espejo retrovisor. Se queda parado atrás y me hace una seña para que baje el vidrio.

-Buenos días -me dice.

-Buen día oficial -le respondo, respetuoso.

-Su licencia de conducir, el seguro del vehículo y el número de registro -dice. Saco la licencia de mi billetera y se la entrego. Busco en la gaveta las otras cosas que me pide. No encuentro ni el seguro, ni el número de registro. Hay demasiado desorden. Un papel luce como el contrato de seguro. El otro número que me pide tiene un código de barras, pero desapareció. El policía está mirando mi licencia, luego me mira la cara. Ahora se ha acercado más a la ventana y me está mirando mientras revuelvo los papeles.

-Esta licencia está suspendida hace seis meses.-dice - Esto es un doble delito. Conduce con la licencia vencida y le entrega la licencia vencida a un oficial.

-No sabía. Nadie me informó. Perdón.

-Le estoy informando señor. Además tiene una denuncia en su contra. Alguien nos informó que está Usted trabajando sin permiso. Baje del vehículo. Ponga las manos atrás, despacio -Ahora hay otra baliza atrás del patrullero que me detuvo, se está acercando otro policía.

-¿Qué le pasó ahí? -me pregunta El tipo señala mi muñeca. Está llena de sangre, algo de lo que no me había percatado. -¿Alguna pelea?

-Se rompió un vidrio en casa, quise repararlo - mi excusa no suena convincente.

-Las manos para atrás -ordena- me coloca las esposas. Me detiene frente a su patrullero. -Quédese ahí, no se mueva. -me apoya la cabeza en el capó del motor.

El otro oficial se le acerca, lleva algo en las manos. Hablan entre ellos. Me doy vuelta para mirar, uno está escribiendo algo, el otro lleva en la mano una taza de plástico con café.

-Mantenga la cabeza agachada -me grita el policía que me detuvo. Transcurren minutos que parecen siglos. Ya hay luz y tráfico. El policía me saca las esposas

-Tengo que arrestarlo. Esa denuncia lo compromete amigo. Está usted bajo vigilancia controlada, cualquier movimiento sospechoso de su parte puede terminar en succión, ¿entiende? Le haré la boleta de la velocidad, y si lo encuentro de nuevo en esta situación, queda usted detenido y su licencia completamente anulada. Ahora vaya y pague su multa así le reactivan la licencia ¿Entendido? –me dice con voz severa.

-Entendido- Conozco gente que ha pasado por una succión, es algo de lo que uno no vuelve.

-Diríjase a su vehículo y reinicie la marcha. Son 400, que deberá abonar en la corte inmediatamente, más los 600 que le sale reinstalar la licencia. Puede hacer todo en el mismo lugar, en la corte.

-Ningún problema -le digo-

-Si lo detenemos otra vez, será arrestado. Buenos días- sube al patrullero y arranca antes que yo. El otro demora un rato más, pero finalmente también se va. Miro el horizonte, aterrorizado. Tardo en volver a animarme, solo en la cuneta. Siento un irrefrenable de abrazar a mi mujer y de besar a mi hijo. Pero no lo hago.


- Estoy ocupado amigo, ocupado- este tipo está perdiendo la paciencia. Me consuelo pensando que le entregué un adelanto, que me tiene que atender por eso.

-Oiga amigo, ese cheque.

-El adelanto- le digo.

-Oiga, ese cheque ¿quién se lo dio?

- Son cheques de varios clientes que le he traspasado.

-Hay uno que no tiene fondos - no viene sola, la desgracia, pienso.

-Démelo y se lo cambio ya mismo. –miento, me he quedado sin dinero.

-Ya lo presenté. Recién fin de la próxima semana me lo devuelven. Olvídese del cheque.

-Mañana mismo se lo resuelvo -le digo como para terminar con el engorroso asunto- Quiero hacerle una consulta.- El tipo ya se subió al carrito y está a punto de desaparecer rumbo a la pista.

-Estoy apurado amigo ¿puede aguardar hasta que regrese? Supongo que será esta noche.

-¿Cómo vamos a hacer para aterrizar en la isla?

-Buena pregunta amigo. La pensaré. -arranca rumbo a los aviones.


El enano de la venta de autos no está. Solo se encuentra la niña bonita, lo mismo que nada para mis propósitos de cobranza. El instituto de belleza está cerrado y los limpiadores de alfombras salieron por fin a limpiar alfombras. Un patrullero me sigue durante un largo trecho. Lo observo en el espejo retrovisor. Finalmente ingresa en un estacionamiento. Si me detienen estoy perdido. El día parece una semana. No obtengo ni una sola entrevista. Es de noche otra vez.

Está callada, en la cocina, de pie. Bajo la luz fluorescente su ojo derecho se nota hinchado, morado. Le ha puesto cintas y plástico improvisado a la ventana destruida. El bebé llora, desconsolado.

-Te dejo veinte – Hago una breve pausa, ella no responde- Conseguí comida y remedios para el bebé. -Me acerco y veo su cara golpeada, enajenada.

–¿Qué pasó? - pregunto.

-Querían ver unos papeles. Revolvieron todo. Se llevaron el ordenador. Casi secuestran el bebé, lo tuve que agarrar con todas mis fuerzas y salí corriendo – ella llora sin mirarme. –Me siento en el piso. Levanto al bebé y me sonríe un segundo, afiebrado. Luego llora.

-Todo va a estar bien. -digo. Dejo el dinero, los remedios y la comida sobre la mesa. Me marcho.


-Es simple -lo decía con un brillo enajenado en los ojos, dando por hecho que compartía su entusiasmo –las claves son tres: boutique, invitaciones a modelos, confeccionar la ropa yo misma, no hay más que eso.

-La segunda parte del dinero la usamos para arrancar, de acuerdo. Cuando me pague el editor. Ahora la prioridad es otra.

-No se puede esperar ni un minuto más. Hay que exportar líneas exclusivas, imponer marcas, si no empezamos no tendremos tiempo de cumplir las metas. Este es un mercado enorme. La oportunidad es ahora.

-Vamos a hacer una campaña, venderemos casa por casa si es necesario. Te voy a ayudar. – tal vez me cansé de que me insistiera, tal vez pensé que dilatar las cosas produciría una ruptura entre nosotros, tal vez quería verla feliz, no quería discutir más con ella.

Cuando llegamos no hubo tiempo de emprender ni eso ni ninguna otra cosa. Primero vino el bebé. Después desapareció el editor. Los días se iban haciendo largos e improductivos, las deudas se apilaban porque había que reservar dinero, pero a la vez ningún proyecto avanzaba.

-¿Cuándo empezamos con la boutique?

-Cuando encuentre al editor y me pague. Entonces contaremos con el capital necesario. –

- Ahora - insistió.

-¿Cómo?- se derribó mi última barrera. A todo lo anterior, se sumó la desesperación.

- Dame el dinero ya mismo. Tengo que comprar telas y hacer moldes. Los primeros vestidos serán para las clientas que contactes a través del libro.

- ¿Clientas?– Me parecía infantil. No había ni un atisbo de coherencia en su planteo, era solo una niña encaprichada con una muñeca de tela. Pero a todo le dije que sí, como esos padres cansados que se ensimisman por un minuto para dejar de oír llorar a sus pequeños. Compramos las primeras telas y la máquina de coser y usando la mitad de los últimos veinte mil que nos quedaban. Durante el embarazo trabajó frenéticamente. Parecía que se iba a desplomar y a perder el niño porque no paraba ni siquiera de noche . Produjo moldes originales con telas exóticas. Diseñaba frenéticamente, a todas horas sonaba la máquina de coser. A la madrugada me ponía las muestras en el auto, para que se las mostrase a mis clientas.

-No ha habido interés- le decía al final del día pero en realidad nunca ofrecía las telas, solo me dedicaba a mi proyecto de novela.. - Tendrás que salir a vender, casa por casa. No tengo tiempo de seguir – le dije finalmente. Me liberé del compromiso. Fue la primera vez que me arrojó un plato y me dio de lleno en la cabeza. La herida sangró varios días.

Salió por su cuenta. Jamás logró franquear las puertas, los perros, el recelo de la gente con los vendedores ambulantes. Estaban asustados por la guerra o simplemente no querían que los molesten. Ella se resignó. Dejamos de hablar del tema. Hasta que un día volvió a plantearlo

- Si abrimos un local va a funcionar. El problema no es que los modelos sean malos. Es que aquí nadie vende casa por casa. Si abrimos un local eso está resuelto.

- Si el editor me da lo que me prometió, podremos hacer algo aún más grande - intenté desviarla de su obsesión, dilatar otra vez la locura. Fue inútil.

-Imagínate: buenas fotos expuestas en las paredes, percheros hechos a mano, un local, algo así funciona seguro.

-El proyecto aún no está produciendo, no podemos gastar lo que nos queda.

Durante dos semanas ni me habló, no me planchó la ropa, no me tocó en la cama. Realmente pensé que si no cedía, iba a ser el fín de lo nuestro, porque nunca habíamos llegado a sentir tanta distancia. Le entregué los diez mil.

-Lo que quieras- dije. Me di cuenta que había dejado de amarla. Quizás hacerle ese daño que ella tanto buscaba como una salvación era una forma de tranquilizar mi conciencia. Cuando se nos terminaron los diez mil, pedimos un préstamo a un banco. Aún nos llegan las cartas e intimaciones, no logramos devolver ni un céntimo. Todo llevó mucho más dinero y esfuerzo de lo que habíamos planeado. Organizamos una presentación. No llegamos a hacer invitaciones, tampoco teníamos amigos que se llegaran para ayudarnos. No vino nadie a nuestro evento. Pasaron semanas con el local abierto, sin que entrara gente. A nadie le interesaba nuestro negocio.

- No se vendió ni un vestido desde que abrimos el local. Elegiste una zona mala,. – ningún análisis podía salvarla de la depresión en la que cayó.

Un día nos encontramos con el local clausurado, con la cerradura cambiada. Los vestidos que no quedaron adentro los tuvimos que tirar, porque no había donde guardarlos. Llegó el parto. Durante meses ella lloró todo el día.


La autopista está desierta pero voy despacio. Respeto las señales de tránsito. Es de noche, pienso en la isla. Ya no me interesa esta novela. Ni ella. No me importa ni siquiera el bebé. ¿Cómo haremos para aterrizar? ¿ Habrá pista de aterrizaje? Tengo que conseguir el dinero. El aviador me va a extorsionar, me pedirá cada vez más. Enciendo la radio. “El próximo martes es la fecha límite para llevar a término la opción de las negociaciones diplomáticas, definitivamente suspendidas luego de que el enemigo se opusiera a aceptar las condiciones impuestas ...” apago. El martes tengo que tener ese dinero, como sea. Detengo el auto en un estacionamiento y me duermo. Sueño con la isla desierta. Al fondo de la arena inmensa, recortada sobre el verde coralino del mar tibio, una silueta se mueve despacio. La piel desnuda, torneada, morena, brilla al sol y se va fundiendo con el agua. Despierto sintiendo un objeto frío en el cuello.

-No te muevas -dice el tipo. Ha bajado la ventanilla haciendo presión sobre mi piel con el caño del revólver. -Abre, pero ni se te ocurra darte vuelta –me ordena.

-No tengo dinero -balbuceo.

-¡Imbécil!, ¿no me reconoces? – se pone enfrente mío y empieza a reír. No me animo a mirarlo fijo. “Es el fin”, pienso.

-Ibas a publicar un libro cabrón ¿dónde está el libro?.

Recuerdo a este imbécil, de pronto.

-Te paraste frente a mi bar hace dos meses

-Ah, sí -Tato de recomponerme. Esa cicatriz cerca de su oreja derecha que me había impresionado brilla con la luz mortecina del estacionamiento.

-¿Qué pasó con mi dinero? Ibas a publicar mi historia ¿recuerdas? Íbamos a hablar de cómo de ser nadie llegué a ser dueño de este bar, de cómo me hice rico de un día para otro en este lugar maravilloso. Estuviste horas hablándome de tu proyecto, te aguanté como un gusano a que terminaras y luego te entregué toda esa pasta. Esto iba a estar listo hace un mes, me dijiste un mes. Pero nunca más apareciste por aquí. ¿Sabes qué? Estoy harto de charlatanes como tú, vas a pagar como todos los de tu clase, los voy a hacer pagar uno por uno, eres el primero en la lista -no baja el arma, a pesar de que lo he reconocido.

-El libro se está escribiendo en este momento -balbuceo.

-No apareciste más. ¡Te pagué un año adelantado!

-Estamos trabajando en eso.

-No me gustan los tipejos que dicen una cosa y hacen otra. Desaparecen de un día para otro, le sacan a uno el dinero, es muy molesto tener que enfrentar a gente así por el mundo. Vamos a hacer una limpieza general.. Yo no recurro a los organismos de gobierno para cobrarme estafas, actúo por mi cuenta, me gustan las cosas rápidas.

-No te pongas nervioso. Ha habido demoras, estamos incorporando personajes, la historia adquiere vuelo.

-Otros me han comentado que los has estafado. Al borde de la autopista, en esta zona, nos conocemos todos.

-No estoy jugando, estoy escribiendo. Eso lleva tiempo.

-Hay demasiados desesperados en esta ciudad. Si el martes, cuando estalle la guerra, no me traes ese libro, te mostraremos entre todos lo que es bueno antes de despacharte de nuestra zona.

Me mira fijo, con una mirada monstruosa y se aleja caminando para atrás, sin largar el arma. Desaparece tragado por la noche. Su bar está cerrado. El lugar luce tétrico. Pongo el auto en marcha. Estoy temblando.

-¿Habrá forma de que adelantemos el vuelo? le grito al aviador por sobre el ruido de una hélice, en el hangar.

-¡Imposible! va a tener que ser la otra semana.

-¡Pero ya le pagué! Ahora usted tiene que cumplir.

-El cheque no entró amigo. Hace falta más dinero, las cosas se están complicando con la guerra, ¡Hay que pagar más permisos!

-¿Más permisos? No tengo dinero, tiene que ayudarme.

- Bueno, le devuelvo el poco dinero que se acreditó y terminamos con este asunto

-¡Usted me lo prometió! - Es inútil, el tipo está metido en el motor, el ruido cada vez se hace más estridente y ahora se funde con el de los bombarderos que despegan.

Salgo a toda velocidad. Esta vez no es mi imaginación: un patrullero me persigue, sus balizas están encendidas y hace sonar la sirena. As a mí a quien está haciendo señas. Me detengo en la cornisa. El policía me indica, por el altoparlante, que estacione. Se detiene atrás de mi vehículo pero no baja. Permanecemos así más de una hora, hasta que me hace señas con sus luces para que siga. Me están controlando, no hay duda.


-Puedo hacerle un descuento- le digo al hombre de mameluco.

-Me han hablado de usted. Oiga ¿cuándo sale ese libro del que todos hablan? -Es rechoncho y calvo, está colocando unos azulejos en una cocina. Me ha citado diciéndome que es abañil y que quiere su biografía publicada. En realidad no quiere nada.

-Un libro es algo que se escribe con paciencia, hay que armar la historia, tiene que haber personajes creíbles, hay que pulirlo. Todo eso lleva tiempo.

-Me dijeron que así les dice a todos. A mí no me engaña tan fácil. Ya nos han estafado demasiadas veces, a mí, al del bar y a otros. Usted promete cosas a la gente. Pero luego no cumple lo que promete. Eso es algo que por aquí no perdonamos. Ya suficiente tenemos con los políticos que hacen lo mismo. No necesitamos agentes de la ley para hacer cumplir a los de su clase. Quiero que devuelva todo el dinero que le dieron y que se largue de esta zona antes de que le suceda algo a los suyos, y luego a usted.

-Estoy recopilando el material, para eso han sido las primeras entrevistas.

-Su novela es una mentira.

-¿Quién le dijo eso?

-Conozco gente, pertenezco a un cuerpo especial de vigilancia privada.

-Espere hasta la semana entrante, y verá, le traeré la novela y hasta usted se entusiasmará para escribir algo.

-Sé que usted no tiene con que enfrentar lo del libro, sé que está intentando algo extraño. Ni sueñe que podrá hacer algo fuera de nuestras leyes.

-Oiga, yo también sé. Sabe lo que sé. Que este lugar apesta y que usted y toda la carroña de gente con la que hablo todos los días no vale nada. Son ustedes unos sucios cobardes que apoyan con su silencio una guerra que terminará con todos nosotros. ¿ Por qué no la emprenden contra el gobierno y contra los misiles que aniquilarán millones de personas en un instante? Yo solo soy un pobre diablo, un inmigrante ilegal como usted y los otros que no podrá hacerles nada malo. Pero los que manejan los aviones y los misiles si que podrán quitarle su sucio dinero y todo lo que ama para nada –un demonio está hablando adentro mío, me arrepiento en el instante de haber dicho eso, ahora sí que no voy a conseguir más clientes. Ahora sí que me he echado a la policía y a esa chusma encima.

-En este lugar se cumplen las leyes. Si la policía aún no lo ha atrapado, nos encargaremos de usted en forma mucho más eficiente. Y tenga cuidado con su familia, puede pasarle algo si no la cuida.

-Usted es una basura de la peor especie. Igual que todos los que viven a la vera de la Autopista Uno. A mí, a usted, a todos, nos han estafado¿ no lo entiende?

El tipo me hace una seña para que me retire. Acaba de aparecer el dueño de la propiedad.


Recurrir a un banco es imposible, con el antecedente de la boutique. Se está propagando el rumor entre mis cliente, nadie va a adelantar pagos. Ya nadie confía en mi proyecto. La cosa no se refinanciará. Repaso mis notas, hago anotaciones al margen. Tal vez no esté todo perdido, me digo.

Ella tiene al bebé en brazos, le está calentando un puré. No se ha preocupado en acomodar nada desde la noche anterior. No me mira, ni me habla.

-Amor- le digo. La palabra es un eco sordo. Rebota en las paredes blancas, suena absurda en la casa vacía. Ella no responde. Ingreso a la ducha y me tiro en la cama deshecha. Duermo varias horas. Cuando despierto ella aún está empacando, en silencio. El bebé duerme plácidamente. Parece que la enfermedad ha cedido. Hamaco la cuna. Ella se acerca y se interpone, teme que lo despierte. Parecemos mudos. En medio de la noche, en el silencio que nos inunda como un mar, un ruido atronador cruza la noche: son los bombarderos, rumbo a posiciones enemigas.


Era el comienzo de nuestra estadía, aún teníamos recursos. En ese entonces el abogado me cobraba, bien cobradas, las consultas. Y todo se pagaba con el dinero del editor. Escuchaba al abogado como se escucha a un amigo.

-La corporación no existe. Este tipo nunca te contrató. Esto es una farsa. - me dijo en su despacho luminoso al comenzar nuestra tercera entrevista.

-¿Cómo que no existe?.Mentir así es un delito.

-Delito es lo que estás haciendo : Actuar en nombre de una corporación que no existe.

-Hay que armar algo nuevo, que justifique que estoy acá.

-No es tan sencillo. Estamos en guerra.

- ¿Qué carajo tiene la guerra que ver con todo esto?

-Con la nueva ley, automáticamente se ingresa en un sistema de infractores, aunque no se esté cometiendo ningún delito. Es un sistema preventivo. Hay una base de datos centralizada con los nombres de todos los delincuentes potenciales. Estoy seguro que ya conocen tus transacciones. Tus estafas. Tus clientes, tus ideas.

-Eso es espionaje. Eso es violación del derecho de intimidad.

-Seguridad Interior, lo llaman. Son las nuevas leyes para proteger a los ciudadanos normales de los extranjeros. La idea no es solo el ingreso de extranjeros, la idea es reducir al mínimo su movilidad, controlar sus pensamientos y sus actos. Esta es una sociedad amenazada y se requiere la máxima seguridad para que los ciudadanos puedan seguir funcionando.

-A mí no me protegen, me persiguen.

-Sos extranjero. Para proteger a los ciudadanos, te persiguen. Puede que no te hagan nada, pero conocen tus movimientos.

-¿Y si me atrapan?

-Si aplican las nuevas leyes te pueden absorber sin que nadie se de cuenta, entonces te tienen por tiempo indefinido y quien sabe.

-¿Quien sabe qué?

- Con suerte te deportan, pero puede que quedes desaparecido.

Le pagué la abultada suma que me pedía y me fui. Si hubiera querido intimidarme, no le hubiera salido mejor. No volví a consultarlo por varios meses, por temor a que me dijera más cosas que no quería escuchar.



”Nuestra Nación solo será grande con la derrota de las derrotas, con la derrota de la amenaza que nos hace vulnerables. Frente al ataque que hemos recibido, solo cabe una respuesta. Nuestra defensa es el ataque a quienes nos odian.”- Es el discurso del presidente frente a la Gran Asamblea, en el televisor de la fonda sucia a la vera de la autopista. Unos tipos rapados con inscripciones en forma de cruz invertida en sus camperas de cuero me observan de reojo. Me concentro en la pantalla. La mesera está pasada de arrugas y años pero igual va pintarrajeada coqueteando con estos parroquianos que le susurran obscenidades. Le pido tamales recalentados y agua, le pago con cuatro monedas que me quedan. El calor de la fonda me abraza. Me niego a regresar a casa. Creo que dormiré en el auto. Afuera llueven mil demonios. Es una de esas lluvias tropicales que aquí no se terminan jamás. Puede que después de esta lluvia venga un huracán que azote y se lleve todo lo que hay por aquí. Es lo mejor que le podría pasar a este lugar. Desaparecer. La gasolina será un problema, ya no tengo dinero. Los polis no, ellos no serán inconveniente en las próximas horas. No creo que nadie quiera salir a atraparme con este aguacero. Los tipos se quedarán desayunando tranquilos en cualquier cafetería. Me pregunto como hará el aviador para aterrizar en la isla. Como aterrizará ese tipo sigue siendo un misterio. Tengo un plan para conseguir el dinero.


Sigue lloviendo. Llueve tanto que la ruta está inmovilizada, el tráfico ha entrado en coma con la marea que se estampa contra los parabrisas. Es inútil pretender de una semana así, de un mes así, con esta lluvia atroz que no se detiene. Siempre es lo mismo aquí. Podría esperar en casa que los tipos nos busquen. Amarla de nuevo, abrazar el bebé. Por lo menos quisiera poder dormir hasta que de nuevo haya un sol en el que creer. Seguro que en la isla hay una pista. Si no, el aviador no hubiera estado tan seguro. Desaparecerán sus aviones y todo lo que a él le importa. La isla puede ser su salvación. En la isla hay una pista, seguro que el aviador lo sabe.


-¿Me crees si te digo que puedo rescatar a tu mujer?- le pregunto- ¿me crees si te digo que he conseguido hacer realidad tu idea del circo? - corta el cabello a un chiquillo que llora a gritos y no me mira.

-Lluvia maldita. El agua me ha hecho perder infinidad de citas, estoy arruinado- dice como hablando solo, cuando termina de cortar, abstraído en su derrota.

-Haremos realidad el sueño del circo -insisto.

-Lo he intentado. Aquí, junto a la autopista es imposible. La gente es terca y envidiosa.

- Esto es diferente. Tengo algo que nadie te ofreció nunca. -Una media sonrisa va aflojando su rostro- No vas a poder creer lo que tengo -le digo.

-Aquí hay mucha gente desesperada, no eres más que uno más hablando tonterías.

- Esto te hará cambiar de parecer. Recuperarás a tu mujer, mira lo que te digo.

- ¿Cómo hiciste para llegar hasta aquí con esta lluvia? Luces ojeroso.

- Hay un terreno, al Sur. Un buen terreno, enorme, con vista al mar, hay lugar para los carros, para la carpa, para los animales, para los trapecios. Lo sé todo sobre ese lugar, soy amigo del notario que lo maneja. No cobran impuestos si uno quiere hacer un espectáculo allí, esos espacios están desgravados. Solo hay que dar una seña y es tuyo. He hablado con el dueño, me está esperando. Si no le llevo hoy el dinero se lo da a otro. Con esto de la guerra dice que muchos se lo han pedido. Puede construirse allí un refugio nuclear, dice, por eso muchos lo quieren y está regalado, la verdad. Si me dejas manejar esto, podemos comprar inmediatamente los trapecios, las barras para el equilibrio, la carpa, contratar a los payasos. En un mes podrás hacer ensayos. Y cuando estés en marcha con el proyecto, tu mujer se entusiasmará y volverá con los niños desde tu país.

-Quiero ver la escritura de ese terreno- dice sin convicción.

-¿Mi palabra no es suficiente?

-No –Su mirada se pierde.

-Es un terreno hermoso, ideal para una carpa grande – me acerco a él y lo miro de frente, con la cara más sincera de la que soy capaz.

-¿Qué hay del libro? Alguien vino y me dijo que todo es una estafa. Creo que estos de la autopista vienen detrás tuyo, dicen que eres un mentiroso. Te defendí ¿sabes? Les dije que me parecías un buen tipo, parece que con eso se calmaron. Por aquí todos me creen cuando digo algo, parece que el aviador también habló bien de ti, por eso todavía no te han matado -cae en un oscuro silencio. Eres igual a los otros desesperados, recién llegados a este país que rondan por aquí. Me das pena.

-Si compramos este terreno podrás tener a tu mujer y a tus hijos aquí en menos de un mes.

-¿Cuánto dinero te hace falta?- La desesperación es el arma más letal que puede enarbolar un ser humano para convencer de algo a sus semejantes. Cuando ya no quedan visiones detrás de la lluvia, la locura se asienta y la desazón es la reina de la existencia. Su desesperación se mezcla con la mía. Eso nos conecta.

-Mil. Hay que dar una seña por el terreno. Es al Sur. Lo podemos ir a ver hoy mismo.

- No hace falta ver nada. Toma el cheque- Saca la chequera y lo escribe rápidamente. –Seña ese terreno, después lo vemos. Mañana ven por el resto, así compramos lo que hace falta para hacer el circo. Total con esta lluvia la peluquería es una ruina -Contemplo el cheque. Como puedo hacer para proteger este papel frágil, sin que se borre la tinta de la cifra y de su firma, en el tramo a través de la lluvia que me separa de mi vehículo. Mi ropa está empapada y no tengo donde guardarlo.

-Nos vemos mañana entonces- Sigue ensimismado, con la mirada clavada en su caballito de madera que se moja. Oleadas de lluvia furiosa penetran en el pasillo desde la calle.


Me pregunto si el pecado es una simple abstracción, si es algo aprendido a través de las generaciones o si es dictado desde otra fuerza. Tal vez hay alguien mirando lo que hago, alguna energía que me excede en este desierto que creo elegir. La lluvia parece amainar. Debe haber una pista de aterrizaje en esa isla.


Mira por la ventana, con espanto.

-¿Qué pasó con los muebles?- le pregunto.

-Los vendí para pagar el alquiler. – dice con naturalidad, como si yo fuera un perfecto desconocido - Llamé a una de esas empresas que los buscan en dos horas y pagan contado. Pagué la renta de los últimos dos meses. Con eso prometieron no desalojarnos. Tenemos dos días para conseguir el resto.

-Tengo el dinero, estás loca.

-Me vuelvo, no aguanto más, ya tengo el pasaje. Me lo mandaron mis padres.

-Esperá, vamos a ir pagando todo, no te vayas.

- Ni una mierda, no quiero verte nunca más.- Su mirada está congelada. Al final, pienso, a ella también se le terminó el amor.

El bebé llora, lo alza. No respondo el insulto. Es tarde y el sueño, más fuerte que yo, me aplasta. La casa está desierta. Ha sacado hasta los cuadros y los retratos, lo ha despejado todo. La alfombra luce limpia, la casa luce ordenada. Posiblemente contrató a alguien para que limpie con lo que sobró del alquiler. Despierto y ella acomoda su ropa em un par de maletas grandes que ha sacado del armario.


Amanece lentamente. Cruzo la extensión azul y contemplo la isla a mediodía. Por una vez el aviador luce tranquilo, aburrido, sin sus teléfonos que lo interrumpen a cada minuto.

-La lluvia -masculla- Más chaparrones pronostican hoy. Declaran la guerra. No se puede hacer nada. No ha habido un solo vuelo esta semana.

- Usted me lo prometió.

-Oiga ¿que pasó con el libro? Alguien me vino a ver. Están furiosos. Me querían hacer firmar algo para acabar con usted.

- No les haga caso.

-El libro no se va a hacer si usted viaja a la isla.

-Pienso volver para terminarlo.

-Imposible, está todo rodeado con los caza-bombarderos. El espacio aéreo es infranqueable.

-Aquí está el dinero, el martes le doy el resto. – le extiendo el cheque de mil, mojado, casi ilegible.

-No será el martes.

-Tiene que ser el martes, no tengo más tiempo.

-¿Más tiempo para qué? Amigo, no puedo secundarlo en su locura.

-¿Cómo se puede aterrizar?

- ¿En la isla? Hay una pista.

- ¿En esa isla desierta?

- Sí.

-Estos mil son a cuenta -toma el cheque y respiro aliviado.

-Tiene que calmarse.

-Tengo que viajar a esa isla. Somos tres. También viajan mi mujer y mi bebé.

-La isla está desierta, aunque lleguen, no podrán sobrevivir. La guerra se comerá todo.

-Le voy a pagar bien.

-Necesito por lo menos ocho mil más.

-Habíamos hablado de dos mil, ahora van a ser diez mil.

-Las cosas han cambiado, para peor. También voy a necesitar que me transfiera el vehículo, aunque habría que ver como está, no luce muy bien.

-Me está extorsionando.

-Traiga el dinero el viernes y hablamos.

-Tiene que ser antes.


Está ahí, la hija. La he visto otras veces, tendrá veinte años. Está parada, mirando afiches, me mira cuando entro. Lleva una minifalda cuadriculada que seguro usa para ir a estudiar. Tiene facciones delicadas, como su madre, pero su piel aún es tersa. Me mira intensamente. Se incorpora y la sigo con la vista, es una fruta fresca. El parecido físico no es lo único que ha heredado de su madre. Se dirige hacia el fondo del local y me mira, ahora intensamente.

-¡Papi!- grita- un cliente.- El tipo aparece desde atrás del mostrador. Lleva un delantal azul. Ha estado trabajando en el taller.

-¿Se le ofrece algo caballero?

-Estoy buscando unos marcos -digo.

-¿Puedes ayudar a este señor querida? -aparece la esposa, mirándome con picardía.

-Podemos ayudarlo con todo gusto. Pase por aquí.

Tengo la mirada clavada en las piernas de la hija, que ahora nos sigue y se desplaza para atrás de la cortina, hacia donde ella me está guiando. Se queda mirando, tiene un chupetín en la boca, sus labios rojos lo lamen.

–Nena, ¿por qué no te vas para adelante, a ayudar a papá?

-El señor puede mirar lo que hay acá adelante, no sé por que te vas para atrás con él- truena la voz del tipo.

-Aquí hay unos modelos especiales -Me está agarrando el pantalón, bajándome la bragueta.

-Una clienta querida, hay que atenderla –el tipo se está acercando- tengo que terminar con los marcos.- Ella saca rápidamente la mano de mi bragueta y pasa frente al tipo. Me quedo a solas con él.

-Señor, ¿puede aguardar adelante por favor? -me ordena.

-Con gusto, le digo -la hija se mete en el baño de hombres, mirándome. Me hace un gesto, creo que está llamándome a seguirla.

-Apenas termino con esta clienta me encargo del señor que está esperando- me mira pasar en dirección al baño, no se da cuenta que su hija está allí, esperándome.

Entro al baño y la nena está contra el espejo del baño, ha levantado su minifalda y me muestra un culo redondo, con una bombachita que apenas se le mete en la raya. Ahora estoy pasando mi mano por ahí y la acaricio suavemente. Sus piernas son aún más bellas al tacto que a la vista. Siento que ella se afloja, que se va mojando la rayita negra. Estoy acariciándole los pechitos redonditos con sus puntas totalmente encendidas. La acaricio un rato largo desde atrás y ella no dice nada, solo serpentea. Veo por el espejo como sus labios rojos y su lengua imploran en silencio. La acaricio debajo de su remerita blanca la piel tersa de la cintura y la apoyo contra el lavabo. Cuando siento que no da más, la sacudo fuerte. No dice una palabra, trata de no gritar, aunque se sale de sí. La embisto tan fuerte que la puerta del baño se sacude. En unos instantes estoy entrando y saliendo de ella con locura. Siento sus piernas, que se abren con deleite, su agujerito estremeciéndose, mojado y listo para más y más. Termino ahí mismo sobre la pileta, rápido. Ella se descompone en un grito contenido. Estoy en la sala, la nena está parada en la misma posición en que la encontré cuando llegué, ni siquiera se ha limpiado la mancha de semen y se le nota la cara roja. La madre la mira con recelo mientras se me acerca, tal vez sospechando la travesura de su hija. La clienta se ha ido ya y el marido sigue enmarcando los cuadros al fondo,.

-Por aquí señor, -me señala , tengo unas cosas interesantes que mostrarle- me dice, y la sigo atrás de una cortina, en el otro extremo del salón. Ahora me agarra con fuerza. Mi pájaro ha muerto con el esfuerzo anterior. Se está por agachar para abrirme la bragueta de nuevo, decepcionada.

-Mamá, un cliente -dice la hija y se está acercando.

-Atiende querida. -grita el marido -y ella se asoma desde la cortina hacia la sala donde están los marcos.

-¿Qué se le ofrece señor? -pregunta y aprovecho para hacerle una seña de saludo con la mano a la señora mientras me escabullo desde atrás de la cortina en dirección a la puerta.


Estoy en el Centro Comercial, perdido en el laberinto de escaleras mecánicas. Es horario de comercio y el lugar es un infierno de gente. Estoy aquí hace horas, esperando que el editor aparezca, haciendo guardia frente a la escalera mecánica que desemboca en el ascensor que lleva al piso trece. No he quitado la vista de ese rincón, he visto pasar a su secretaria y a tres o cuatro tipejos más que suelo ver, que trabajan seguramente con él. El lugar se ha llenado de gente que quiere aprovechar las últimas ofertas, que ha venido temprano y hace cola para obtener los descuentos. Seguro que el tipo no pasó, he vigilado atentamente y su calva es inconfundible.

Lo veo entrar. Tiene el mismo sobretodo que llevaba cuando lo ví la primera vez en el aeropuerto. Trata de llegar al ascensor en medio de la multitud. Lo tomo de la solapa y lo enfrento. Me mira con una mueca estúpida y recibe el golpe con los ojos cerrados. La trompada lo voltea en el acto y lo deja casi sin sentido. Se la he asestado con el puño cerrado, juntando meses, tal vez años, de bronca. Y ahora está tratando de levantarse, torpe. El ascensor se abre. La gente ha entrado en pánico, corre en todas direcciones. Varios guardias de seguridad vienen en nuestra dirección. Hay tal multitud que les resulta difícil llegar. Pateo al tipo en la cabeza con mis zapatos, un par de veces le doy en el estómago también y lo arrojo adentro del ascensor. Queda definitivamente inconsciente. Subimos hasta el piso trece, en un ascensor colmado de gente que grita aterrorizada, histérica por salir de allí. Me consideran un terrorista o un fanático. El tipo está desparramado entre las pisadas de la gente que implora salir. Cuando se abren las puertas el desorden es tal que los guardias ni siquiera logran identificarme. Corro en dirección al estacionamiento, como si fuera uno más de la multitud, y bajo por la escalera. De todos los objetivos que tenía, si es que tenía algún objetivo, solo he logrado uno: quitarme la bronca. El tipo estará boqueando ahora en la enfermería del Centro Comercial. Si lo encuentro de nuevo, primero le saco lo que me debe, después lo mato, pienso.

En la autopista, rumbo a casa, me pregunto si me han identificado. Si harán algo con ella inmediatamente o si tengo tiempo de planificar algo que me salve. Me pregunto si podré llegar a casa. Porque estoy varado en una estación de servicio, tratando de cambiarle el aceite al auto, algo que resulta imposible.

-Esto, amigo, lo que necesita es un motor.

-¿Está fundido?

-Ajá, - el tipo y desaparece en el desorden del taller.- Por este vehículo no le dan ni veinte, así que mejor llévela al desarmadero.- me grita desde atrás

-Recién lo compro ¿Hay algo que se pueda hacer para salvarlo?

-Nada.

El hombre demora toda la tarde en poner el auto en marcha. Cuando llego la luz se pone sobre los apartamentos, pintándolos de azul. Todo está quieto. El bebé duerme y ella también. No queda un solo mueble en la casa. Solo el colchón donde ella está acostada y la cuna del niño. También hay un frasco de pastillas al lado de la cama, supongo que ella ha estado durmiendo todo el día, pronto el bebé despertará y no sé que se le dará de comer.

El teléfono suena. Ha estado meses desconectado, pero ahora alguien llama.

-¿Qué está pasando con el libro?, lo que Usted hace va contra la ley -me dice una voz.

- Lo estamos terminando, déjeme un teléfono, lo llamaremos más adelante.

-Conozco todo acerca de usted – me dice.

-¿Quién habla?

-¿Tiene idea con quien está tratando, del lío en el que se ha metido al estafar a toda esa gente?

-¿Qué quiere?

- Cuide a ese y esa mujercita. Lo que está haciendo es peligroso.

-¿Quién es? –la línea enmudece.

Le voy a rogar que haga lo que amenazó hacer, que se vaya lejos. Quiero estar en la isla y que todo haya terminado.

Se escucha un bramido y la casa tiembla. Los cazas cruzan la barrera del sonido tantas veces que ya parece un bombardeo. Estoy sobre la autopista, sin rumbo, con el auto fundido. En cualquier momento se queda, me ha dicho el mecánico. Sigo pensando en que se puede hacer. Pasaré por lo del astrólogo.


-Hola capitán, vientos de cambio soplan -me dice haciendo girar su toga trescientos sesenta grados.

-Ya lo creo -Contemplo alrededor y no hay ya ni un solo mueble – ¿Te mudaste?

-Noo, es que me han embargado. Ya nadie viene a leer el tarot, ni a nuestros seminarios de feng chui, ni a conversar sobre los astros. La gente está aterrorizada. Nadie quiere saber lo que va a pasar. Hay demasiadas cartas negras. La guerra, supongo.

-Necesito dinero, urgente, ¿qué me podés decir?

-Es que usted siempre llega tan confundido. No arreglo la vida de la gente, solo predigo. Veo una carta negra. Estoy seguro de que no has arreglado tu cocina en mucho tiempo y el bebé puede que tenga un resfrío, pero es pasajero.

-Hay cosas más graves que eso.

-La guerra por ejemplo. Esperemos que pase pronto, no tengo in para comer. Dicen que será veloz, que es una cosa de exterminio masivo. Que nuestros cazas tiran unas bombas y los matan a todos. Se lo merecen. Por vulnerar nuestra seguridad. Así dice el noticiero.

-¿Qué se sabe del futuro, de mi futuro?

-Promisorio,. ¿Has pensado en alguna actividad placentera, algún gusto que quieras darte?

-Hay una posibilidad, un proyecto secreto.

-Deberías comprar un refrigerador nuevo y ponerlo contra la ventana, luego abrir la puerta y cerrarla muchas veces. Preferentemente los muebles de tu casa que sean de madera, si es que quieres cambiarlos. Así lo indica el feng chui.

-Entiendo ¿No ves nada oscuro en el futuro para mí?

-Tienes un bebé, una mujer, un trabajo. ¿Qué más puedes pedir? Como te digo, veo una carta negra, pero estoy seguro que tiene que ver con ese asunto de los muebles. Con eso se arregla todo.

-¿Alguna recomendación?

-Solo cambiar los muebles de lugar, en lo posible cambiarlos a todos, y comenzar rutinas de abluciones.

- ¿Qué es eso?

- Una técnica que enseñamos en un seminario. Me alcanza un raído folleto -Puedes venir si quieres, el próximo martes, el costo es de sólo treinta por sesión.

- El martes estoy ocupado.

- Bueno sigue así trabajando, que este esfuerzo rendirá sus frutos.

Le pago sus diez y me marcho.


El presidente habla en Cadena Nacional. Aparece desde atrás de un decorado, como un actor que ha ensayado su rol por mucho tiempo. Su rostro no presenta perturbación alguna. Todos han hecho silencio y clavan la vista en la pequeña pantalla, desde donde se emite el ultimátum. “Veinticuatro horas y lanzaremos el ataque” dice. Veinticuatro horas para reestablecer el orden, firmar la paz y comenzar la invasión. La gente hace un silencio de muerte en el bar. Solo veinticuatro horas para que empiece la lluvia de horror, el barro de dolor. Veinticuatro horas que servirán para preparar un asalto, también para inmolar la esperanza sobre lo escaso de la vida y lo extenso del pantano. Allí está el Presidente, dando sus razones para lanzar la ofensiva. La gente parpadea en silencio, recibe el impacto y muestra su apoyo silencioso. “Nuestras razones serán comprendidas por la historia. Somos pacíficos pero no frágiles, no nos detendremos hasta acabar con la amenaza”. Debo hablar con el aviador, debo huir, inmediatamente.

Tengo las palabras en la boca, se las diré, las tengo ahí, puestas, colgadas en la implacable Autopista Uno. Llegaré y las derramaré sobre la almohada. Se las expresaré sin dudar, y luego iremos a lo del aviador, los tres. Las luces y la oscuridad de la noche invaden el auto. Tal vez no sea la última oportunidad, tal vez ya la última oportunidad haya transcurrido. No importa. Me moveré en esa dirección hasta alcanzar el cielo, y luego, a mediodía, encontraremos la isla desierta, rodeada de una extensión azul, de peces y arrecifes de coral de colores intensos. Podremos sumergirnos los tres en ese agua tibia, transparente, poblada del olor inconfundible de las algas y los peces de colores que se mecen a un ritmo escaso y sensual. La civilización caerá como un castillo de naipes sin que nos importe. Nosotros no nos enteraremos. Las palabras eternas resuenan en mi boca, como si nunca nadie las hubiera pronunciado, como si fuera la primera vez que asoman, como asomó la cabeza de mi hijo el día que nació y vio la luz del mundo.

“Te amo”, le diré. Los abrazaré y seremos más fuertes que nunca. Convenceremos al aviador para que cruce el mar, veremos juntos la isla. Se avistará la pista al amanecer. Los personajes del libro quedarán atrás con sus miserias. Se erigirán en mártires. El color del mar absorberá nuestras penas, nuestra frustración, nuestro sueño trunco. Vamos atrás de unos sueños colgados de una higuera, de una triste esperanza en la fuerza del mundo que para de girar y de ensañarse con los débiles. Siento que debo hacerlo, por mí, por ella, por el bebé, y por todo lo que ha dejado de tener sentido a partir de las últimas palabras del Presidente. Si debe triunfar la muerte, nosotros haremos que sobreviva la vida, en la forma de un arrecife de coral junto a la isla. Habrá un retoño abriéndose camino en la arena, dando sus primeros pasos entre las hojas de una hermosa planta tropica


Veinticuatro horas han transcurrido. El departamento está vacío, he pasado aquí la noche y el día. Ni siquiera intenté buscarla en el aeropuerto ni en cualquier otro lugar donde pudiera haberse refugiado. Tal vez la secuestraron. Debo seguir solo. Las cosas de la casa han sido destruidas. Objetos significativos han desaparecido o yacen hechos pedazos en el suelo. Se han llevado hasta la comida de las alacenas, han roto los platos y los vasos. He dormido en el piso, paralizado por el pánico. He intentado asimilar que ni ella ni el bebé están aquí. Algo en mí se resiste a moverse, a subir un peldaño más y tomar una decisión. Ahora ya no son sólo los aviones los que rompen el cielo, también son las sirenas. El plazo venció y se lanzó el ataque.

El teléfono, en un rincón, por alguna extraña razón, sigue conectado. Por encima del ruido de las sirenas y de los aviones rompiendo la barrera del sonido, se lo oye sonar.

-Hola -atiendo con la esperanza de que sea ella. Tengo el cuerpo duro, no puedo moverme. Casi no he dormido, en el piso, con imágenes de la isla alternándose con esta fría noción de realidad.

- Ese libro -contesta del otro lado la misma voz impaciente del otro día - ¿Es usted el editor? – Cuelgo. Es demasiado horrible pensar en que los hayan secuestrado. Mejor convencerme de que logró huir.


Estoy detenido frente al hangar. He logrado emprender el derrotero que termina aquí. El coche se quedó dos veces sin arranque pero logré hacerlo funcionar. Una tibia luz naranja surge atrás de los cientos de Piper estacionados en la pista. La puerta del aviador está cerrada. Han transcurrido otras doce horas. En todas partes donde me he detenido he visto las mismas imágenes sangrientas por televisión. No es un bombardeo aséptico, ni es ya solo el ruido de los aviones rumbo al frente. Son cadáveres que se apilan y hombres luchando cuerpo a cuerpo. Son unos rostros que pronto se convertirán en otra cosa. Pende como la aguja de un reloj la amenaza de una destrucción total y eficiente de cualquier cosa que respire. En un instante. “Si resisten, tendremos que recurrir a estas tácticas” han dicho los generales.


El peluquero está concentrado viendo la carnicería en una pequeña pantalla cuando entro.

-Hace días no aparece nadie por acá- me dice. Le creo. En todo este bloque de edificios no se ve un alma. La Autopista Uno también luce vacía, inusualmente despejada, hasta en las peores horas. La gente raciona combustible, pasa tal vez las últimas horas con sus seres queridos. Un privilegio que me es vedado.

-Fui a ver el terreno -miento. Mi comunicación con este ser es enferma. Si me cree, es porque está tan desquiciado como yo.

- ¿Lo señaste? –me pregunta sin apartar la vista de la pantalla.

- Es la solución a todos los problemas -la frase suena estúpida en medio de las imágenes atroces que muestra la pantalla. Retumba el eco de mi voz en los espejos. El caballito se puso en funcionamiento solo, tal vez impulsado por una energía proveniente del mismo cataclismo.

-Ese caballo me va a volver loco. Se enciende solo, increíble. - Se dirige afuera y le pega un par de patadas al juguete. Vuelve y mira la televisión de nuevo. Su expresión se ha transformado en una mueca violenta.

-Tenemos que terminar de pagar el terreno -le digo. Me mira intensamente, su rostro refleja las imágenes de la batalla en la TV. Está abstraído, fascinado por la muerte que ronda y golpea a esos hombres, tal vez sin pensar en otra cosa.

-Hay que pagar el terreno -insisto. Tal vez no me cree. -Tenemos que pagar hoy, ha estallado la guerra y tal vez el dueño desaparezca-le digo, contra toda lógica.

-¿Cuánto es?- pregunta.

-Veinte mil.

-Es todo lo que me queda, este negocio ya no funciona, si pierdo eso no me queda nada.

-Con eso pagamos y empezamos a construir.

-¿Y la guerra? - Esperaba esa pregunta, pero no tengo ninguna respuesta preparada.

-La guerra nos va a ayudar, tal vez. La gente quiere distraerse. Van más al circo durante una guerra -Él no me escucha.

- ¿La vamos a traer?- está sacando la chequera, me mira con lágrimas en los ojos. -¿Vamos a traerla, a ella y a los niños, me lo prometes?

- Sí- le digo y espero.

- Es mi última esperanza. -Toma la chequera, pero no aparta la vista del televisor. Escribe el cheque y me mira intensamente.

-Son veinte mil -le recuerdo.

-Es todo lo que tengo- repite, lo corta y me lo entrega.


La luz violeta se ha teñido de amarillo, y en el horizonte puede verse como el cielo abre sus puertas al sol. El aviador aparece en su carrito eléctrico, baja de un vuelo nocturno. Seguramente está trabajando con los de seguridad, en patrullajes internos. Hay millones de agentes secretos esparcidos por la ciudad, tal vez él sea uno de ellos. De otra manera no me explico como lo pueden dejar volar en plena guerra y de noche, en un avión civil.

No me ve en la puerta de la oficina. Está extremadamente apurado, ha recobrado su vitalidad habitual. Ingresa y acomoda sus pertrechos. Parece que está librando una batalla, personae, en la guerra. Enciende el televisor y se fascina con los disparos y los gritos en el frente. No me presta la menor atención. Su teléfono suena todo el tiempo y atiende los llamados frenéticamente. Tengo que esperar cerca de una hora hasta que se calma un poco y puedo decirle la primera palabra.

-Hola - me mira y se queda reflexionando, como si fuera yo a resolverle algún problema urgente.

-He perdido un avión y un alumno -me mira desesperado, como si fuera yo el que le va a resolver el problema.

-Necesito que me lleve a esa isla, ya mismo- le digo.

-Necesito comprar un avión ya mismo. Necesito dinero. Todo lo que tengo lo voy a perder si no repongo ya mismo ese avión y hago desaparecer ese cadáver. Es la ruina, ningún seguro cubre una cosa así. El error fue mío y el tipo se fue a pique. Ni siquiera puedo inculpar a un instructor.

-¿Cuánto dinero necesita ?- Esta vez el tipo se percata de mi presencia.

-Veinte mil.

-Si le doy veinte mil, ¿me lleva a la isla?

-¿Qué isla? Estamos en guerra, ¿no se enteró? vea eso-me señala el televisor.

-Ya sé - Una andanada de aviones y sirenas tapan lo que digo. – Pero usted me prometió que me llevaría.

-Eso era antes de esto.- me dice.

-Tengo los veinte mil que Usted necesita para comprar su avión. Se los entrego antes de bajarme en la isla. Pero me tiene que llevar. Y también puede llevar el cadáver de su alumno, para enterrarlo allí.

-Eso queda a ochocientas millas náuticas. Para llegar hay que atravesar la zona de exclusión. Usted está completa, total y absolutamente loco. Es imposible. –Saco el cheque y se lo muestro.

-Fíjese en la cifra que dice este cheque -le digo. El tipo mira el cheque, me mira a mí. Pienso que va a sacar un arma y me va a liquidar en el acto, para quedarse con el cheque. Hago unos pasos para atrás, me sitúo cerca de la puerta, para evitar sorpresas. Pero se calma. Se sienta a mirar el televisor, embobado. Permanece así un rato, hasta que me mira de nuevo

-El cheque está a mi nombre. Solo puede cobrarse con mi autorización al banco. Es un cheque de cajero, lo mismo que efectivo –le digo para que no haga locuras.

-Son ochocientas millas náuticas, si llegamos vivos es un milagro.

- ¿Hay una pista en la isla?

- Para evitar los helicópteros y los cazas, hace falta conocer la clave del comando.

-¿Usted la sabe? -El tipo me mira estúpidamente, vencido.

-Sin ese avión estoy perdido. Tengo deudas, sabe. Se me cayó un avión y el piloto no estaba asegurado. Si consigo reponer el avión nadie puede reclamar, puedo simular que el tipo desapareció, pero si me hacen un inventario mañana y se dan cuenta, estoy muerto- dice.

-¿Conoce la clave?

-Estoy asignado a algunas misiones de reconocimiento. Podríamos pasar por una de ellas.

- ¿Y si no reconocen la clave?

- Nos destruyen en el acto.


Tengo los auriculares puestos, abajo se ven la bahía, las casas desordenadas, los buques anclados, los yates privados estacionados frente a las mansiones. Los cazas pasan rasantes, al lado nuestro. El aviador va cantando las claves. Avanzamos rumbo al mar extenso. Son casi las once de la mañana y el cielo está despejado, salvo por los cazabombarderos y las columnas de humo que surgen del mar, supongo que misiles.

Una formación aparece en el horizonte, se dirige en nuestra dirección, son helicópteros. El aviador canta las claves, pero ellos siguen acercándose. Se los ve claramente, ahora han desplegado sus ametralladoras, nos están apuntando. En pocos segundos, si no responden a las claves, volaremos por los aires. Son pequeños helicópteros artillados, se los ve acercarse.

Hacemos un giro de ciento ochenta grados y abajo, verde, rodeada de una espuma transparente, con diversas tonalidades de celeste cercándola, está la isla. Es mediodía y el sol muestra cada detalle iluminado. Una extensión en medio del azul, muy verde al centro, con círculos más claros que se van destiñendo hasta cortarse con un perímetro de arena, suavemente acariciado por el mar. Entre dos colinas, al centro, alcanza a divisarse la pista.

Los tres helicópteros nos cortan el paso para el aterrizaje, abajo. El aviador escupe claves. Hacemos una nueva maniobra y estamos ascendiendo de nuevo, rumbo al cielo y otra vez es sólo el mar en el horizonte.

Veo el ala perforada mientras enfilamos rumbo a la pista, desde el otro lado.

Es sólo un instante. Se divisa una explosión naranja detrás del mar y todo parece esfumarse en un vapor blanco en el continente. Y la isla, a mediodía, otra vez puede apreciarse desde el cielo.