De todas las cosas que no me había dicho Albert
De todas las cosas que no me había dicho Albert, la peor era algo que no me hubiera imaginado. Me había dejado las llaves sí, me las había entregado personalmente. Y cuando llegué esperaba otra cosa. No esperaba los profilácticos detrás de los cojines. No esperaba un rincón sucio donde había una rata muerta. No imaginé la nieve que no me permitía visualizar nada, salvo blanco. No me gustó el vecindario espantoso, lleno de pizzerías, tintorerías y oscuros delicatessen regenteados por paquistaníes e indios. El piso no solo estaba debajo de un sótano, estaba cuatro plantas abajo. Eso era grave en Nueva York, una ciudad de por sí oscura. Pero no fue eso lo peor. Estar tan lejos del Hotel Sant George, era grave. Allí es donde hubiera querido ir, frente al puente de Brooklyn, con la hermosa vista de Brooklyn Heights, con esas rampas desde las que aún se veían las torres, unos cuantos años antes de que los aviones se las cargaran. Se veía toda la línea de Manhattan y el puente desde el Saint George. Se lo había comentado y Albert me había dicho que Court Street era cerca de eso. Pero no era así. Eso no fue lo peor. Me había pagado sí. Al haberme pagado, me obligaba a cumplir con mi contrato y eso era un compromiso. Pero eso no era lo más terrible El paquistaní de la esquina me había extorsionado, me había dicho que se lo diría a la poli y que lo sabía todo. Le tuve que dar lo que me dio Albert para que no estallara todo. ¿Cómo se puede ser tan torpe y confiado? Se había enterado, no sé como, el idiota había dejado que lo supiera. Los muchachos latinos a la salida del metro en Court Street, todos eran endiabladamente temibles. Creo que ellos eran amigos de Petaca Martínez, al que me tenía que cargar. Eso era estúpido, que yo estuviera ahí con una misión que todos sabía que era inviable. La de Court Street era una parada absurda, en reparación. Estaba llena de latón y terminaciones precarias, salir del metro era una odisea. La nieve lo tapaba todo, el blanco cadavérico que cubría el campo de basket y aquellos personajes esperando a la salida eran tétricos. El peligro era imaginario sí, no es que me hubieran amenazado nunca. Lo peor no era eso, no era que tuviera que hacer lo que había que hacer y que no lo pudiera ejecutar. Que durante meses no habría con quien hablar, como me había dicho Albert, que tuviera que guardar las apariencias. El invierno no cejaba y eso era horrible, porque esperaba que la primavera ya hiciera presente. Me había dicho que tenía que pasar unos cuantos días ahí, siete días para ser exactos y luego buscar otra cosa. Nada menos que en Nueva York, en Brooklyn, encontrar algo en siete días. Imposible. Me había prestado ese lugar y me había pagado para hiciera lo que tuviera que hacer y me deshiciera de Petaca, que había sido mi amigo y me había traicionado con Susi Strawford y que a él se la había jurado por una deuda. Que el apartamento estuviera embargado al punto que luego de siete días vendría el desguace no era lo peor. Albert no me había dicho que la empresa paquistaní de taxis en Court Street solo tenía taxis a partir de las seis de la mañana y que iban a estar enterados de todo. Sí me había dicho que él y su pareja había decidido huír a Bolivia, lejos de la American Express que debían, lejos de los que les iban a embargar el piso, lejos del invierno, eso sí había quedado claro. Yo iba con la misión de deshacerme de Petaca Martínez, ese era el acuerdo , pero nunca hubiera esperado encontrarme con aquello. No me había dicho que a las cuatro, cuando finalmente llegué después de un viaje espantoso por ese metro plagado de zombis que querían comerme vivo, sobreviviendo a la banda de la esquina y al paquistaní de los taxis, cuando llegué me iba a encontrar con el paquistaní y con esos ojos. Que tendría que cargar con el niño luego de siete días de tregua y llevármelo a cualquier antro donde cosiguiera alojarme. No me lo dijo Albert, ni me lo hubiera imaginado.
El tipo tenía suerte. Varias apuestas le habían salido bien y ahora se estaba cobrando los años perdidos. Sammy era tan oscuro como sus cuentos. Tenía brillo en la cabeza calva y la mirada perdida. Tenía menos años de los que aparentaba y se pasaba el día resolviendo crucigramas y jugando al solitario con su perro Crawford.
Crawford no renegaba de su suerte. Se apoltronaba en un almohadón mullido y miraba a Sammy extraviado en la bonanza de unos días que pasaban sin sobresalto. Esa mañana Minnie le había dejado el cuarto limpio y le había unas cosas en el espejo. “Te espero en el pub de la 48 y la
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