miércoles, 13 de agosto de 2008

Viajes


Libro de viajes. Paso frente a la librería Jules Verne, cerca de Saint Michelle, un hombre ha puesto un cartel Je sorte a manger. Claro es más de la una. Los libros lucen vetustos, como si los hubiera impreso el mismo Jules. Como si hubiera estado parado al lado de la impresora en 1880, intentando corregir pruebas hasta último minuto. Son libros grandes y llevan impresos en francés los mismos nombres que coleccioné en mi infancia. La vuelta al mundo en 60 días, viaje a la luna, viaje al ártico. Jules Verne en París, un mediodía, entre el polvo y la oscuridad de aquellas estanterías que miro al pasar por un lugar que me remite al mismo autor de mi infancia. Desperté al mundo de los viajes con esos títulos. Viajaba en una cama cucheta, subido a un cubrecama amarillo con flores azules, en tórridas tardes que pegaban en una terraza amplia y soleada. Una casa grande y vacía en Parque Vélez Sarsfield. El nombre de un barrio con toques ingleses, Sarsfield, Verne, Emilio Salgari, Cortázar. Extranjeros en tierras extrañas. Como yo, bohemio sobre un cubrecama, con no más de diez años, leyendo el título de la colección Robin Hood que devoraré en una semana. Ahora soy el mismo y soy otro. Soy yo el viajero y son los libros marrones los que reposan. Esperando que alguien los abra. Libro de viajes. Es lo que intento escribir. Mis propias aventuras, que no hubiera imaginado cuando el siglo XXI era una ficción difícil de imaginar. Ahora que me traslado en pocas horas al Sur y converso con mi madre virtualmente, con una mezquina imagen de su rostro en un ordenador, como sucedía en Star Treck, quiero escribir mi propia novela de viajes. Ahora que me corre prisa por recibir una transferencia vía Internet que salvará cuentas que se pagarán solas realizo un viaje narrativo a la tierra del extranjero. Viajes geográficos a no lugares. Viajes virtuales a espacios signados por la ausencia. Viajes interiores a cavernas oscuras en lugares reales como un pedazo de pan o una masía catalana. Viajes de miles de kilómetros con demasiado poco equipaje para demasiado que olvidar. Viajes de olvido. Viajes de perdón. Viajes de sueño. Viajes al interior de mis personajes, de los personajes que inventaron otros personajes. Viaje intertextual a un laberinto Borgiano donde al final los hombres se encuentran con su destino, como en Sur. Viajes de Cortázar, la vuelta al día en ochenta mundos. Como un cronopio que aprece frente al mostrador de una aerolínea para reclamar que lo reconozcan como Cronopio, por favor, no como Fama. Viajes de Roberto Bolaño, exiliado que vive y descansa en el mismo sector de Blanes que yo. El sector de los desarraigados que luchan contra el olvido. Estos son mis viajes, oscuros, bellos, inocentes, pútridos y plagados de errores. Siempre a tono con los tiempos confusos. Siempre listos para internarse en un mar de dudas. Siempre listos para salir indemnes, fortalecidos, felices del destierro. Extranjero en tierra de nadie. Olvidado y recordado en mi debilidad y en mi destino. Extranjero que regresa después de generaciones a una tierra en la que algún ancestro se arraigó, fue expulsado, tuvo que vivir un exilio y no regresó jamás. Olivos y naranjos. Viñedos y masías. Muros y puentes. Sinagogas y mezquitas. Lo habíamos abandonado todo. No lo recuperamos. Lo recreamos, lo memorizamos, lo proyectamos. Y la mirada azul de los hijos que se funde con el mar. Nada menos que el mar Mediterráneo. Que se funde con la narración que continúa. Como texto. Como memoria. Como viaje. Como viaje de un extranjero.

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