miércoles, 13 de agosto de 2008

Memoria

Extranjero

No es llevar pocas cosas, ni dejar atrás la tonada de la infancia. Tampoco es la mirada perdida en una ciudad poblada de desconocidos. Ni la infamia de no ser recibido en ningún lado. No es eso. Tampoco es la humillación de salir a buscar lo que ya se tenía. No, porque el misterio es mayor al sentido del traslado, porque hay más que lugares y cosas y ciudades desconocidas. No es eso lo que lo hastía y lo llena de miedo. Tampoco la perversa noción de inmensidad y libertad. No hay nada de todo eso en su pregunta, tampoco la formulación final de una frase irresoluta. No es ese intenso maremoto de fugas y llegadas lo que lo aflige. Fuera de los veranos ardientes de arena, de las caminatas junto al mar, de la sonrisa del niño y de sus preguntas abiertas y repetidas. Fuera de la felicidad cotidiana y conyugal, de la decisión por la vida. De la lejanía de los ruidos fantasmales y de las decisiones que lo hicieron hombre. Fuera de todo eso, hay una noción que lo hace sentirse extranjero, tan lejos de casa como el primer día de campamento fuera del ejido urbano, a los seis años. Tan ausente como el viejo astronauta mirando la esfera azul desde el ojo de búho, el astronauta cayendo al mar después de viajar para no volver, quedándose allí, en el cielo, asumiendo el globo azul como ajeno.

El niño que lleva adentro no lo deja abrir la puerta, solo le obstruye la visión hasta que lo alcanza y le hace sentir eso que no se puede definir. Es que no deja de ser un conjunto de códigos genéticos, una elaboración de información analógica que se transmite a través de cada célula. No deja de ser un mortal que se traslada, atravesando esos estúpidos puestos migratorios. Y no deja de ser alguien abierto a la vida, a la conversación, al placer de compartir. Vulnerable al dolor y a la muerte, maravillado por la vida y el paso de los años. Enamorado y dispuesto al placer, entregado al sabor del beso, consciente en el recorrido por la piel. ¿Qué es? ni el sol de finales del verano, ni el niño que está en él, ni la fuerza del color de los objetos, ni su reflejo en las aguas del río, ni el mar en invierno, ni los otros instantes que no se describen, que se imaginan como parte de un instante total poco. ¿Entonces qué es lo que lo hace sentirse ajeno?

Tampoco es el traslado en aviones ni la ausencia de cosas, ni empezar de nuevo, ni que lo tilden como otro. No es la identidad con la estrella o el rechazo de la esvástica. Tampoco es que lo tilden de maldito judío¿Entonces qué es?


El último día de mi vida fue triste

El último día de mi vida fue triste. Me acordé, sobre todo, de mis hijos. Supe que me recordarían por mi faceta más vulnerable, el amor. No por los reproches ni las severidades que marcaron los límites, sino por el infinito apego.

Ahora que veo ese día desde aquí, desde mi otra vida, puedo decir que me he apartado de los sueños que quedaron colgados. Había renunciado a las utopías y el personaje que pude crear, me hice adicto a los laberintos. Es que siempre había un obstáculo más para alejarse de lo esencial, había una boca más que llenar con recursos difíciles, una vuelta más que dar para enredarse en la esquina. Así pasaron los días sin poder definir una victoria definitiva sobre la batalla contra la subsistencia, digna de todas las especies menos del hombre, que se cree muy por encima de esas nimiedades. Me hice adicto a esas vueltas de la vida, en las que para acercarme a algo me alejaba. Por eso creo que le puse fin a esa existencia, en mi primera muerte y pasé a engrosar las filas de los vivos en otra dimensión. Fue una muerte, fue un exilio, como cuando hace un par de siglos la gente cruzaba océanos rumbo a América.


Concretamente me he reencarnado en un ser tan vil como el anterior, ahora más oscuro y tenue en los aspectos más crueles, pero siempre dispuesto a volver sobre los valores elementales: falta de apego, cinismo, falta de empatía y un materialismo sin tachas, algo que me hace un ser adaptable y frío, sin mayores dificultades para encajar en el mundo configurado por millones de seres configurados en ese molde.

Ahora, desde mi tercera vida, contemplo las dos anteriores y me pregunto: seguiré así o me convertiré definitivamente en otra cosa, podré liberar ese talento innato para la representación y hacerme rico de una vez? O seguiré siendo un miserable moral, como en las otras vidas? No lo sé, tal vez pueda responder a esto en mi tercera muerte, la más cruel y definitiva, que pondrá entre mis hijos mi amada y yo un muro negro ya infranqueable de tanta oscuridad.


Mensaje en una botella


Cuando llegó el fín del mundo la gente estaba sobre aviso. Habían aparecido signos concretos, el deshielo del ártico, las huelgas de camiones por falta de combustible y una interminable legión de idiotas que gobernaban países y monstruosas compañías eran solo algunos de los síntomas.

Cuando finalmente empezaron a derrumbarse las estructuras que sostenían las mezquinas rutinas de la gente, era definitivamente tarde. Pero tarde había sido antes, cuando los otros se habían adueñado de la civilización y la habían moldeado a su antojo. Este no era el fín de una civilización ni de una cultura, era, literalmente, el fín del mundo. Es decir que no habría más amaneceres, ni lunas llenas, ni amor por Internet, ni cartas entre hermanos. No habría más trenes atravesando la India, ni coches abarrotados en la Palmetto Expressway, ni toboganes ni bolas de basket. Nada. Si la causa del desastre era la negligencia y estupidez de los poderosos y los débiles o si se debía a la simple marcha de la historia que en algún momento termina, podía haber sido tema de debate. Pero no habría más debate. Porque el Apocalipsis estaba ya instalado como en un Guernica interminable. Ahora no eran unos cuantos aviones de la incipiente Luftwaffe arrojando dinamita sobre los caballos y los hombres. Era peor, era el fín, que se venía anunciando en los telediarios sin demasiada convicción pero con firmeza. Cuando llegó el fin la gente recordó a todos esos comentaristas sesudos debatiendo temas vitales para el futuro de la humanidad. Pero también fue consciente de lo inútil que sería seguir considerando todas las variables que habían llevado al caos. Simplemente se preguntó cuando sería su turno. Esto no era Auschwitz, donde un grupo de idiotas sádicos se había adueñado de la muerte. Pero no era peor, porque aquí la razón no podía hallarse en una sola variable, en la maquinación de un grupo de psicópatas. Tal vez eso era lo único que salvaba la situación, porque aquello no podría ser superado en su horror. Por suerte, pensaban algunos analistas, ha llegado el fín sin que ningún horror pueda superar aquello.

Cuando dejaron de funcionar los coches la gente se manejó a pie y en bicicleta, luego volvieron los caballos. Cuando los niños dejaron de ir al colegio todos se quedaron en sus casas y aprendieron con ordenadores. Cuando se terminó la energía hubo vuelta a energías más limpias y alternativas. Alguien sabía que un grupo se había ido al espacio, donde finalmente estaba demostrado que la vida era posible en Marte. Pero reconstruir la civilización humana allí hubiera sido una entelequia tan difícil como parar el Apocalipsis. Cuando dejó de haber alimentos para todos se volvió a sociedades tribales y basadas en la rapiña y la expropiación. Los episodios de saqueos y violencia indiscriminada, la vuelta a las murallas y los ejércitos pagos fue un eslabón más en la cadena de desastres. Cuando dejó de haber policía por falta de medios no fue necesario inventar una nueva, la institución policial represiva, al igual que el estado represor, había caído por su propio peso. En un momento dado todos dejaron de pagar impuestos, los semáforos dejaron de funcionar, no hubo más ministerios, ni gobiernos locales, ni medios para subsistir más allá de la propia voluntad aniquiladora del vecino.

Cuando llegó el fín del mundo yo estaba sentado junto a una ventana, mirando como el color del mar se teñía de rojo y unas barcas a vela desaparecían en el horizonte. Tal vez las barcas eran piratas, o huían de algún saqueo terrestre o en le mar. La ventana era lo único que le quedaba a una casa que estaba siendo demolida por una horda de semi adolescentes con esvásticas y cabezas rapadas. Ya habían venido por mis hijos, pero había tenido la previsión de refugiarlos en lugar seguro, en un sótano tan lúgubre como los que había en el Gueto de Varsovia. Pero esto no era el Gueto de Varsovia. Los nazis reciclados que venían a buscarme estaban tan desarticulados que ni recordaban por que usaban esos signos.

La legión de idiotas que se había adueñado de los escasos recursos disponibles no había tenido la previsión de salvar su pellejo. Para eso eran idiotas. Poco antes del último desastre todo el mundo se había vuelto mezquinamente sumiso. Más que nunca los empleos se convirtieron en trabajo esclavo, todo el mundo sometido a unos regímenes de cama caliente, con trabajos de 22 horas diarias y turnos imposibles de cumplir. Primero fueron centros de atención telefónica para desastres, con los cuales se lucraba sobre la base de necesidades de una población cada vez más cercada. Luego eran trabajos de reconstrucción especulativa de sectores de las ciudades que iban desapareciendo. Finalmente fueron trabajos de transporte de heridos y muertos gestionados por empresas privadas. Y más cerca del fín, simplemente dejó de haber trabajo y la gente vagaba desesperada buscando un mendrugo. Los mares subieron, las calles se inundaron. Comenzaron a llover gotas de ácido que infectaban lo que tocaban y horribles enfermedades liquidaban a la gente en horas.


Ahora que me vienen a buscar estos imbéciles sé que no me rendiré sin luchar, sin terminar estas líneas que relatan a grandes rasgos lo que ha pasado. Tal vez en otro tiempo alguien encuentre este texto y junto con algún otro documento pueda reconstruir el principio y el fin de las cosas. Para que hacerlo escapa a mi conciencia en este momento, ya que intentaré saltar por la ventana y mantenerme vivo un rato más, corriendo por los restos de la ciudad demolida por el viento.



Extranjeros

Hablamos en firseo, un dialecto importado a estas tierras por nuestros tatarabuelos. Pero no somos de aquí, por eso no nos entienden. Porque la lengua aquí ha cambiado, ahora se escuchan sonidos nuevos. El firseo ya no es el mismo. Y la ciudad tampoco es la misma. Se ha convertido en una gran ciudad. Las calles siguen siendo tortuosas, pero hay zonas donde abundan las avenidas y las edificaciones cuadradas. La gente ya no sueña, como antes, con que llegará el progreso. Ahora sueñan con cuestiones cotidianas, con cosas que antes no existían, ahora sueñan en voz baja, sin compartir sueños. Y tal vez no pueden definir que es lo que quieren, en realidad. Nuestros tatarabuelos eran distintos. Pero eso no importa, porque a nosotros no se nos reconoce del lugar. Se nos trata como a extraños, como a gente que recién llega y no tiene que ver con el pasado remoto. El firseo no se entiende, aquí se habla el firso. Aquí hay muchos extranjeros, cada uno habla su idioma. Pero hay algo con este idioma nuestro que choca con la gente del lugar. Por eso hemos decidido enmudecer. Para ya no sentir diferencias. Simplemente pasamos por mudos. Somos una familia extensa. Está mi tío Jonás, por ejemplo, con sus cinco hijos, que parece un rabino. Él y todos los suyos pasan por mudos de manera espléndida. Incluso en el colegio, los chicos no hablan, ni contestan a sus maestros. Es increíble verlos en un restaurante pidiendo el menú con señas y tan en silencio. El más pequeño apenas tiene 12 años, y así y todo pasa por un mudito perfecto. Luego está la familia de mi madre, diez hermanos, prácticamente han tomado un suburbio con sus casas apareadas. Ellos tampoco hablan, solo practican reuniones familiares en las que se comentan cosas con monosílabos, pero hacia el mundo exterior no se manifiestan ni con palabras ni con frases.


Es extraño como se han desenvuelto las cosas en la ciudad desde que llegamos. Sobre todo en el último tiempo, en que mi padre se postuló para alcalde. Por supuesto que no ganó, porque nunca podría haber habido un alcalde mudo. Pero parece que fue porque descubrieron su origen, lo sometieron a escrutinio público y lo develaron. Ahora estamos en la mira de todos. Ya no podemos ir a ningún lado sin que nos señalen.

Marciaro

Marciaro, que recorre la barra con la mirada y me dice, aquí estoy, fregado, traicionado. Marciaro se acoda en la barra de un bar de este pueblo y me dice: esto no era lo que esperábamos, tú estás aquí de paso, no puede ser que tú y yo nos tengamos que encontrar. Es que me tengo que enfrentar a eso, a convivir con un personaje de ficción, con uno de mis personajes. Será que estoy en una tierra lejana, que me aleja de los míos, que me hace sentir tan solo que lo necesito. No lo sé. Solo me alienta a seguir escribiendo el saber que hay una oficina de migraciones. Que pronto podré regularizar mis papeles. Entonces saldré de este letargo en el que aún no me consideran persona. Por eso recurro a la ficción. Porque en realidad aún no estoy aquí. Aún estoy cruzando el océano, revolcándome en la miseria de la huida. Como mi tía abuela, la Lotte, cuando cruzó con ese tren el Berlín Nazi. Permanentes requisas y el riesgo de un asesinato más, como tantos, anónimo. Pero no, ella llegó a destino. Por eso me he sentido siempre tan ajeno en los hogares que me reciben, por eso nunca encuentro refugio, por eso amanezco demasiado temprano y escribo. Porque comparto este destino de superviviente. Porque me voy desplazando por los continentes hasta que llego a ninguna parte. Otra vez solo, tan solo como me encontré al comienzo. Solo con mis cuatro amores por supuesto, con mis velas y mis anclas. Sin ellos ni siquiera se concibe la partida, solo se adivina el parpadeo de las luces del ocaso. En fín, Marciaro me mira y se compadece, estoy escribiendo sin él, estoy tan acabado que ni siquiera las letras pueden encenderse y mostrar el camino. En fín, ahora me toca llegar, entregarme a este lugar, sentir que avanzo por la vida sin tantos sufrimientos. Pero mi tía Lotte vive en mí, con sus convicciones, con su supervivencia. Como si Marciaro fuera una prolongación de su consecuencia, con su liviandad, y su traición…


Pronto empezaremos a hablar en firseo de nuevo. Porque en las calles de la ciudad nos miran como a extraños, no nos respetan cuando queremos un asiento adelante, o cuando estamos frente a un semáforo verde, no importa, siempre les tenemos que ceder el paso a los locales.


Por eso creo que no habrá tregua cuando hablemos nuestra lengua de nuevo, nuestros ancestros se levantarán de sus tumbas, ellos pueblan medio cementerio. Y entonces será una guerra abierta.

He llegado a este país de noche

He llegado a este país de noche. Crucé la frontera y un agente soñoliento selló mi pasaporte. No me preguntaron nada. No como otras veces. Eso que he llegado para quedarme. Aquí no quieren mucho a los extranjeros. Son moneda corriente, pero no nos quieren. Dicen que venimos a quitarles algo que es de ellos. Dicen que en nuestros países somos corruptos. Que somos sucios y desordenados. Tienen razón. Nuestros niños tienen más experiencia, son más fuertes que los suyos. Hemos cruzado el océano, como ellos tantas veces han hecho, para llevarse nuestra savia. Pero no quiero hablar de eso, quiero hablar de lo que hago aquí. Aunque la verdad no lo sé. Estoy dudando, soy un escritor mediocre, publicado solo una vez. Mi obra ha visto la luz, pero no he podido salvarme. Ahora debo currar para sobrevivir, como si Marciaro, uno de mis personajes, pudiera socorrerme. Marciaro, que recorre la barra con la mirada y me dice, aquí estoy, fregado, traicionado. Marciaro se acoda en la barra de un bar de este pueblo y me dice: esto no era lo que esperábamos, tú estás aquí de paso, no puede ser que tú y yo nos tengamos que encontrar. Es que me tengo que enfrentar a eso, a convivir con un personaje de ficción, con uno de mis personajes. Será que estoy en una tierra lejana, que me aleja de los míos, que me hace sentir tan solo que lo necesito. No lo sé. Solo me alienta a seguir escribiendo el saber que hay una oficina de migraciones. Que pronto podré regularizar mis papeles. Entonces saldré de este letargo en el que aún no me consideran persona. Por eso recurro a la ficción. Porque en realidad aún no estoy aquí. Aún estoy cruzando el océano, revolcándome en la miseria de la huida. Como mi tía abuela, la Lotte, cuando cruzó con ese tren el Berlín Nazi. Permanentes requisas y el riesgo de un asesinato más, como tantos, anónimo. Pero no, ella llegó a destino. Por eso me he sentido siempre tan ajeno en los hogares que me reciben, por eso nunca encuentro refugio, por eso amanezco demasiado temprano y escribo. Porque comparto este destino de superviviente. Porque me voy desplazando por los continentes hasta que llego a ninguna parte. Otra vez solo, tan solo como me encontré al comienzo. Solo con mis cuatro amores por supuesto, con mis velas y mis anclas. Sin ellos ni siquiera se concibe la partida, solo se adivina el parpadeo de las luces del ocaso. En fín, Marciaro me mira y se compadece, estoy escribiendo sin él, estoy tan acabado que ni siquiera las letras pueden encenderse y mostrar el camino. En fín, ahora me toca llegar, entregarme a este lugar, sentir que avanzo por la vida sin tantos sufrimientos. Pero mi tía Lotte vive en mí, con sus convicciones, con su supervivencia. Como si Marciaro fuera una prolongación de su consecuencia, con su liviandad, y su traición


Madrugada

No es poco que amanezca. Le hemos pedido mucho a la noche urbana y ocupante de nuestras pesadillas. Ahora amanece, lo que no es poco, considerando el rumor de los versos que nos han despertado del sueño. Somos, después de todo, unos seres concientes de su propia certeza, de su propio desdén, de su propio vacío. Y ahora amanece en una corriente de luz, como si la noche fuera un invento, como si el día nunca terminara de despuntar. El mar se mece al compás de esta luz cansina que refleja nuestra propia esperanza. Porque ver significa anhelar, ver significa, al fin, hacer palpable la desnudez de las cosas. Entregar la vida al elemento que gira sobre su eje a 300.000 km por segundo, rotando a una velocidad infernal, acercándose y alejándose del sol. Hemos perdurado estos siglos debatiéndonos entre el exterminio y la convivencia, tratando de encontrarle un sentido al oscuro presentimiento de la nada, y a la belleza inconmensurable de lo que está escrito y se recorre como un cuento trazado de antemano. Todo lo que hemos hecho, lo hemos hecho por azar y por confianza en el camino ese que nos ha hecho revolucionar los pasos, volver sobre los nuestros, seguir los ajenos, hasta caer exhaustos de tanto buscar y de nunca cejar.

Amanece en un rincón y en otro aún está oscuro, es la ley de esta masa que se mueve. Y ahora que las cosas se dibujan en el horizonte, con toda su fealdad al descubierto, puedo decir que estoy apenas despierto. Deletreo ese sentido esquivo, esas calles abiertas para ser recorridas y para convertirse en pisadas por peatones anónimos. Tal vez hoy, sí, alcance el mar. Tal vez aprenda una nueva palabra en un idioma extraño, tal vez entienda algo que se me había escapado por completo. Tal vez pueda, al fín, encontrar un rumbo en medio del fragor de una lucha desesperada.

La gente aún duerme, pero nadie podría, si despertara, dudar del hecho innegable de que amanece. Y eso no es poco, considerando que hemos dormido durante siglos esperando estos momentos. Y que aún los esperamos, a pesar de las noches que se alargan y los insomnios que nos hacen escribir estas cosas de madrugada.

Herbert Baum

Lo primero que Herbert Baum vio cuando despertó de la paliza, fue una ventana azul en la esquina de su pieza cerrada. Su destino estaba sellado en ese ventana, la GESTAPO no le dejaría atravesar ese umbral, ahora el fín se abalanzaba también sobre el barrio al Oeste del Alexanderplatz, de donde provenían también los Kochmann y los otros. Eran tantos al final, más de cien, la mayoría tenía menos de 18 años.

Los Reyes Fernando e Isabel, por la gracia de Dios, Reyes de Castilla, León, Aragón y otros dominios de la corona- al príncipe Juan, los duques, marqueses, condes, ordenes religiosas y sus Maestres,... señores de los Castillos, caballeros y a todos los judíos hombres y mujeres de cualquier edad y a quienquiera esta carta le concierna, salud y gracia para él.

Gentlemen! Today's meeting is of a decisive nature,' Goering announced. `I have received a letter written on the Fuehrer's orders requesting that the Jewish question be now, once and for all, coordinated and solved one way or another.'

`Since the problem is mainly an economic one, it is from the economic angle it shall have to be tackled. Because, gentlemen, I have had enough of these demonstrations! They don't harm the Jew but me, who is the final authority for coordinating the German economy. `If today a Jewish shop is destroyed, if goods are thrown into the street, the insurance companies will pay for the damages; and, furthermore, consumer goods belonging to the people are destroyed. If in the future, demonstrations which are necessary occur, then, I pray, that they be directed so as not to hurt us.

`Because it's insane to clean out and burn a Jewish warehouse, then have a German insurance company make good the loss. And the goods which I need desperately, whole bales of clothing and whatnot, are being burned. And I miss them everywhere. I may as well burn the raw materials before they arrive.

`I should not want to leave any doubt, gentlemen, as to the aim of today's meeting. We have not come together merely to talk again, but to make decisions, and I implore competent agencies to take all measures for the elimination of the Jew from the German economy, and to submit them to me.'


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