miércoles, 13 de agosto de 2008

Barcelona

Nadie

Enrique Domingo Chad mira sin asombro el paisaje. Una fábrica destruida en las afueras de Barcelona marca el inicio de la zona urbana. Unas pintadas asumen que el lector entiende desde lejos un código secreto, salvaje, de alguna tribu superviviente. La única miseria real es la que se cierne sobre el inconsciente de los que leen sus libros en el tren, de los que escuchan con sus auriculares música que no comparten.

Enrique Domingo Chad se bajará en Sants, ha respondido a un anuncio de cuatro líneas donde se promete una entrevista sin tener que enviar currículum por correo electrónico y sin cita previa. No es en Sants donde tendría que bajarse, pero no importa. Deambulará por Barcelona hasta la hora de la entrevista, por calles que se cierran como un laberinto. Las inmediaciones de Sants colapsadas con las obras del AVE, los peatones y los bares cerrados a su aliento, las aceras grises retumbando a su paso. Una sola cosa se cierne sobre su cabeza, en el metro, en las calles frías y hoscas del final de la primavera. Él es nadie. Nadie para los que lo entrevistarán. Los demás llegan a esta ciudad con una mirada de afuera, como la suya. Avanzan como él en tren desde los suburbios contemplando las mismas pintadas y las mismas ruinas.


Ahora Enrique llega a la puerta del local, que parece la sede de una delegación de gobierno. Lo atiende una secretaria cabizbaja y sonriente, que en ningún momento lo mirará a los ojos. Le dirá que espere y él tomará asiento al lado de otros tipos que son nadie. Todos encontraron el anuncio la mañana anterior, llamaron y les dijeron lo mismo: que podían acercarse al despacho sin cita previa. Uno solo no tiene pinta de extranjero. Tiene aspecto de alcohólico. Seguro ha hecho un esfuerzo por dejar los tragos en un rincón mientras dure esto. Es el que se fuma un cigarrillo afuera, antes de entrar y sentarse para esperar a su lado. Los otros son morenos, ecuatorianos, africanos.

Si fuera con sus historias a intentar editarlas la sensación sería la misma: es nadie. Como escritor no le iría mejor que como oficinista. Y como nadie que es, tendrá que esperar la posteridad para que alguien lo escuche, para que alguien le pague por sus escritos. Ahora está delante de un tipo diferente, que sí tiene un puesto, que sí tiene un sueldo. Aunque todo salga bien en esta entrevista, su beneficio se hará esperar. Porque primero, según le explican, tiene que pasar el día de prueba. Es sencillo, solo entrar en las casas de la gente vendiendo productos químicos. Empezar de abajo, escalar en la pirámide. Le explican con lujo de detalles lo que tendrá que hacer, las oportunidades que se le abrirán. El cubículo no tiene ventanas, solo vidrios que hacen que todo el mundo pueda mirar para adentro.. Se incorpora y pide ir al baño, en medio de la entrevista de trabajo eso no se hace. Justo cuando le están pidiendo que hable de sí, sale urgido y se mira al espejo. El ecuatoriano y el alcohólico ya lo han hecho, educadamente. Nadie hace una cosa así en una entrevista de trabajo, irse en el momento en que puede explayarse. Cuando sale ya hay tres tipos nuevos en el cubículo vidriado, con el entrevistador. Ha perdido su oportunidad de contar su historia.



El Extranjero

Ingreso en el recinto, plagado de viejos. Algunos juegan dominó, otros miran la pantalla gigante donde un guerrero invencible descuartiza a un enemigo, otro se bebe una caña en el suspiro solitario de la tarde vacía. El mar queda a mi espalda, respiro la sal en la entrada y estoy en este recinto oscuro. Todos me miran al mismo tiempo, tal vez son pescadores o han pescado en el pasado. Vienen de los barcos y de las olas. Yo no sé de donde vengo, si me preguntaran, no sabría como definirme. Tal vez a ellos les pase los mismo conmigo, tal vez les pasa lo mismo que me pasa a mí conmigo. Ahora me miran en silencio. La verdad es que el idioma que hablan es parecido al mío, pero no les comprendería si me hablaran. Uno se me acerca, hace un gesto como si debiera dar la vuelta y marcharme. Ahora me doy cuenta que es el dueño del local, un hombre grueso, de unos sesenta años. ¿Me está pasando lo mismo en todos los bares de este puerto?¿Por qué no me dejan sentar y tomar una caña, descansar un rato, pedir un buen café con leche o un plato de lentejas con cerdo y sentarme a conversar con alguien sobre el tiempo? No puedo protestar ni hablar, porque no entiendo que me dicen. ¿Por qué no me quieren en este poblado? Debo vender para comer esta semana y no podré vender si no me hago entender. He estado en poblados hostiles, pero este está resultando ser el peor. He dejado mi vehículo en una callejuela lateral, porque nunca hay donde estacionar en estos pueblos de la costa, los carteles solo admiten los coches del lugar. Tampoco se puede circular junto al mar. “’Últimamente han regresado los piratas”, creí entenderle a uno que me habló, en otro poblado no muy lejos de aquí. Y entonces pensé que se referían a los inmigrantes que cruzan desde el otro continente en precarias balsas. Los dejan que se ahoguen, no los dejan ni pisar las arenas de las playas que rodean los pueblos y si llegan los encierran hasta que nadie se acuerda de ellos. Así parece ser la gente de esta tierra, que mi Compañía me ha asignado como territorio para las ventas de invierno. Pronto me echarán del trabajo, como a tantos de los que ya no conozco el paradero. Es que no tienen gran consideración con los extranjeros, como yo, que hace treinta años que vendo lo mismo. Me han sacado el básico, dependo de lo que le venda a esta gente para sobrevivir esta semana y las siguientes. Bonita forma de estimular mi trabajo. Estoy paralizado, cansado de salir al frío y de ser expulsado de todos lados, así que insisto y me acerco a la barra, tomo un banco y me siento. Leo el diario en el extraño dialecto, caprichoso y cruzado, de este lugar en el que no me quieren. Y mientras trato de dilucidar el lenguaje extraño, siento el sonido cortante y metálico. Es un solo clic que encierra toda la amenaza. Resume estas miradas que se han paralizado en mí. Se han quedado mirándome y he sentido ese ruido, ya me había pasado en otros lugares, pero ahora parece más terrible y definitivo. Y ahora lo siento de nuevo, es que estos tíos piensan matarme, digo en voz alta, como una reflexión más de lo acabado que es el circuito de la vida para un transeúnte. Y entonces son varios clic, hasta que levanto la mirada. Sí, me están apuntando. Despacio dejo el periódico, ni siquiera he pedido otra caña. Me dirijo hacia la entrada del pueblo, donde he dejado el vehículo. Los inviernos son cada vez más crudos, la playa tiene cada vez menos arena y no se ve nada más allá del monte que esconde este poblado. Solo puedo pensar que si no cobro algo en las próximas horas no podré comprar más gasolina y tendré que dejar el vehículo en uno de estos pueblos.





Ultima parada: Portbou


Mark Sidow era un tipo duro. Se había curtido en los oscuros puentes de Manhattan y seguía siendo el mismo aquí, en Portbou, donde nadie lo podría hallar a menos que se decidiera a recorrer unos puentes sinuosos luego de atravesar el océano. Mark no tenía nada que ver con Walter Benjamín que se había suicidado en este pueblo, ni con los últimos convoyes de republicanos que cruzaron el puente que aún no habían podido volar los aviones nazis. Básicamente no le importaba lo que hubiera sucedido allí, ni si le podría haber sucedido a él, ni que hubiera hecho si le hubiese pasado. Se había quedado anclado a mitad de camino entre Montpelier y Barcelona, allí se había detenido el tren y había bajado sin volver a subir. Si importaba o no lo que pensarían sus perseguidores era un asunto que por el momento no lo desvelaba. Porque Sidow sabía olvidar pronto. Por eso fue y se buscó una pensión cerca de la Plaça Catalunya y se quedó allí varado unos años, hasta que el tibio aire de la costa le inspirara para hacer alguna otra cosa.


Era un tipo duro, sabía de ratas y de serpientes. Eso sí ratas y serpientes muy urbanas. Como las de Buenos Aires o las de Miami. Lugares por donde se había encontrado con misiones estúpidas. Vigilar a un tío que baja del avión en Ezeiza y después tiene un contacto con alguien del grupo Steiner, buscar una tía que dejo a su marido por un músico frustrado en la Ocean Drive, pasear un perro por Washington Square hasta que aparezca un camello disfrazado de rap. Se pasaba la vida haciendo esas cosas el alemán, como le decían sus camaradas latinos. No era un tío cruel, pero si había que hacer boleta a alguien, allí estaba listo con su lugger calibre 35 para atravesarle el cerebro y dejarlo del otro lado. No le tocaba muy frecuentemente algo así, solo en ocasiones especiales. La peor fue cuando al jefe lo cogieron en Corleone, en su pueblo natal de Sicilia. Tuvo que cumplir un encargo con un ex policía en la rue de Saint Germain, en un distrito de la Defense en París. Ser internacional no garantizaba éxito con las mujeres ni una vida excitante. Solo garantizaba pasajes y estadías de hotel que luego tenían que ser liquidadas fehacientemente.


Pensaba que lo de Portbou sería solo una escala, que duraría unos años, que se desbancaría en el mar de recuerdos intrascendentes, que coronaría una etapa más.

Pero no fue así. Luego de visitar el cementerio, ya en la oscuridad, uno de sus perseguidores pudo divisarlo desde el fino puente del tren. Así es como terminó Sidow sus días, desbarrancado hacia el mar desde una altura de la Costa, sin entender por que el destino se ensaña con los perseguidos.

Inquilinos

Ahora que Z ha subido a vernos desde Llobregat, pienso que no hay por que temer. Si bien Eugenia tiene razón, no hay que temer. Es cierto que no lleva medias, que no está atento a lo que uno le dice. Está deteriorado, Eugenia me lo remarca en la cocina mientras descorcho la primera botella. Z mira a los niños y los atraviesa con su voz, como si no los reconociera. También es cierto que me ha dicho que su vida durará poco, que no piensa ir muy lejos. Ha regresado de las islas y se ha puesto a buscar trabajo. Su cuñada está loca, depresiva y es lo único que sé de la gente con la que vive. Tampoco sé por que decidió emigrar, ni por que siempre vuelve a estar en punto cero, como nosotros. No hay por que temer, solo pasará la noche en casa. Eugenia se quedará con los niños, dormiremos en el cuarto de ellos todos juntos y él en el sofá. Hasta que arranque la noche nos quedaremos tomando vinos, recordando los viejos tiempos, haciendo un repaso de vidas ajenas y lejanas, que alguna vez fueron nuestras.

Ahora que Z está aquí lo pienso, es que estamos solos, no importa lo que hagamos. Ese pensamiento me azota hasta en la intimidad del hogar, cuando siento que he completado todos los anhelos de un ser pleno. Ahora me asusta, porque Z me refuerza la idea de la precariedad, de la permanente movilidad de nuestro pueblo destruido, de nuestra generación perdida.


Nuestro único anhelo ha sido salvarnos y aquí estamos, idos, siempre volviendo a comenzar, con una valija de esperanzas tan precarias como las pocas pertenencias que nos hemos podido agenciar en una vida de inquilinos del bienestar ajeno. Ahora que Z me cuenta que quiso regresar, entiendo que el regreso es imposible. Es una tautología, como si uno siempre quisiera recurrir a la misma parábola que en el fondo nos aplasta. Como la roca de Sísifo, que subía la cuesta y luego caía para atrás para aplastar a los que es empeñaban en hacerla llegar a la cima. Así es nuestro país, está lleno de esperanzas como esa. Esperanzas que finalmente nos dejan con la sola opción de huir.

Z está callado, se ha quedado sin palabras, también nos hemos quedado sin vino. Se nos acabaron los recuerdos, y los recursos para recuperar la memoria. Entonces percibo algo que me lleva al cuarto y a los niños y a decirle a Eugenia que baje por la escalera de incendios, que salga con los chicos por la ventana. Hay que huir en plena noche.

-¿ Así?

-Sí, así, ya no podemos seguir aquí, tenemos que irnos en este preciso instante.

-¿A dónde?

-No lo sé, solo podemos salir de aquí rápido, en dirección al mar.

Los tres niños y nosotros, nos hemos abrigado porque hace frío, solo llevamos lo que Eugenia pudo meter en dos maletas. Le hemos pagado a un pescador nocturno para que nos deje en Sant Feliu. Hemos eludido la guardia costera y nos adentramos en esta ciudad nueva. Esperaremos el amanecer para encontrar un refugio, tal vez hallaremos a alguno de los nuestros para que nos aloje hasta instalarnos. Luego volveremos a empezar.

-¿Por qué lo hicimos?

¿Emigrar? Por tipos como Z, que parecen pero no son, porque si regresamos todos serían como él.

-¿Cómo te diste cuenta?- Me pregunta Eugenia abrazando a los chicos.

-Algo en su mirada me lo dijo.



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