miércoles, 13 de agosto de 2008

Blanes

Roberto Bolaño

Conocí a Roberto Bolaño en la puerta del Hospital Trueta, en Girona. Se asomaba desde los pliegos arrugados por el viento gris de diciembre en El Periódico. Él, al igual que el historietista Altuna, al igual que tantos que habían llegado a Catalunya para quedarse, aparecía en catalán, dibujado en ese pedazo de diario botado como un personaje más de este paisaje. Seremos todos catalanes, residimos, trabajamos, respiramos aquí, como decía Jordi Pujol, queremos ser catalanes. Aún no sabía que Bolaño era poeta. Sí me enteré en ese momento que había vivido en Blanes y que había muerto aquí.

Esperaba a mis hijos. Aún anidarían unas semanas más en Andrea, se quedarían allí, quietos, los mellizos, sin salir aún. En una habitación del Trueta. Era el fín del año 2004, el mismo año en que llegamos a Barcelona. Un año largo que había transcurrido para nosotros en tres continentes, en el que habíamos regresado a nuestro lugar natal y habíamos vuelto a despegar, desde la nada.

Luego me enteré que Bolaño había perdido su acento chileno, que no había podido regresar para quedarse en Chile. Que creía que los nacionalismos son estúpidos. Luego encontré muchas más coincidencias con Bolaño. Pero sobre me enteré que había vivido a la vuelta de donde vivo, en el carrer de lOr, en el casco antiguo de Blanes. Dicen que por aquí se erigía la vieja muralla de Blanes, por donde se terminaba el dominio del Conde de Blanes, a la vera del castillo y el convento. Aquí, todavía en el interior de la muralla, hemos terminado nosotros cinco, los mellizos, mi hijo Mateo, mi mujer y yo.

También terminó aquí sus días Roberto Bolaño, con su mujer Carolina y su hijo Lautaro, que iba también a la Escuela Joaquim Ruyra. Bolaño solía pasearse por el Paseo del Mar, cuando todavía se hablaba en pesetas, cuando todavía nosotros no habíamos llegado ni imaginábamos como sería Blanes. Bolaño solía jugar al Risk con un vecino, el Sr Pujol. Lo conocía todo sobre las guerras napoleónicas, a cada personaje del Risk le ponía el nombre de un general. Me pregunto si Carolina López, su esposa aún anda por aquí. Me pregunto si el espíritu de Bolaño aún deambula por el paseo del mar, en las frías tardes de invierno, contemplando como las olas se comen el borde de la vereda. En verano tal vez aún observa las siluetas rojas de los que se cuecen bajo las sombrillas. Por ahora yo resido aquí, en este ámbito de inclusión en las paredes de la vieja muralla imaginaria. ¿Habrá habido, como en Besalú y en Girona, un barrio judío en Blanes? En fín nuestra eterna sangre imigrante, judía y argentina, se ha hecho un lugar en el rincón de la muralla imaginada. Hemos evitado tal vez algunos saqueos de hordas salvajes provenientes de villas miseria de nuestros lugares de orígen. Hemos huído de la mediocridad endémica de nuestra gente refugiándonos en el poblado arrinconado sobre el Mediterráneo, sin hacer alardes ni de distinción ni de talento. Solo nos hemos mimetizado con el resto de los refugiados, de 30 o 40 comunidades, que se han hecho un lugar aquí pensando lo mismo que nosotros: que este puede ser un buen lugar para ellos. No hacemos mucho ruido ni nos destacamos, tampoco somos francamente aceptados por los miembros de la comunidad local. Pero lo interesante es que además de pertenecer al efímero mundo de los que eligen el retiro para proyectar el futuro, compartimos un destino como Bolaño. Por un lado no soy nadie para hablar de él. Así como él habló con muchos de sus contemporáneos, poetas, narradores. Lo hizo públicamente, a través del Diari de Girona, en conferencias y escritos. A muchos de sus contemporáneos los inventó, los poetas nazis, los genuflexos, los locos perdidos y los suicidas que pueblan algunas de sus reflexiones. Decía que así como él habló de sus contemporáneos, yo, que no soy nadie, me atrevo a hablar de él. De sus escritos, de su estilo de vida que se emparenta con el mío. Mientras esperaba a mis hijos en el Trueta, Bolaño me dijo que había estado aquí. Luego volvió a decírmelo con más fuerza. Me introdujo en su mundo de relaciones y parentescos, que más que una constelación se torna a veces una pesadilla. Sobre todo cuando el laberinto nos lleva a un puzzle de nazis y suicidas. Me habló de su distancia. Yo también he roto con todo, salvo con tres relaciones en mi lugar de origen y un sueño: darles un lugar a mis hijos. Contemplo yo también el Mediterráneo desde el Paseo del Mar, algunos de los parentescos y semblanzas de Bolaño me suenan, son parte de mi constelación. He pasado por Borges, Sábato, Macedonio Fernández, Arlt, por los malditos norteamericanos, por Chester Himes y Dashell Hammet. Hasta ahí llego, a duras penas. Ni siquiera escribo. No tengo editor, ni me relaciono con el mundo de la literatura. El mundo de la literatura no me pertenece, ni me acepta, ni me quiere. Soy apenas un superviviente, en una escala similar a la de uruguayos y argentinos que pueblan las fábricas de Tordera con contratos basura de tres meses, con sus mujeres que limpian casas y se emplean en las botigas y en las inmobiliarias decadentes post boom por dos duros. Somos parte de ese grupo, de esa generación de exiliados sin ideas, sin ambición. A nosotros no nos matarían si volviéramos a nuestros lugares, los que tenían que hacer el trabajo sucio ya han triunfado lo suficiente como para que seamos inocuos. A nosotros solo nos dejarían afuera los mandamás y nos amenazarían las hordas de desheredados. Por eso no se nos ocurre regresar. Entonces¿ por qué mi parentesco con el amigo Bolaño? Él se va a otro barrio y llegamos nosotros, como si su lugar vacío pudiera ser llenado por la presencia del recuerdo. Nos miran con recelo, los vecinos. Unos más que vienen a adueñarse de las viejas casas de pescadores, a anidar en la mezquina política local, a pretender un espacio en el verano plagado de esos extranjeros que han sido desterrados a las zonas muertas del pueblo. Por momentos somos exóticos y por momentos parecemos casi un estorbo a la paz condal. Bolaño puebla estos carrers que no tienen más de 5 metros de ancho y no menos de 1000 años de existencia con sus poesías y sus autores. Todos esos autores han llegado a Blanes para quedarse, los mediocres, los que están en el Parnaso, los que brillan y los que se olvidan rápidamente, los provincianos y los universales. Bolaño, al igual que yo, perdió su biblioteca, pero no la memoria. Al igual que yo tuvo que adaptarse al mundo sin la biblioteca original. Y ahora que estamos aquí, reconstruyendo libro a libro la biblioteca, observamos desde el Castillo de San Juan como los fantasmas bailan por los carrers de la ciudad vella, como el Bolaño vuelve a escribir y a subir las escaleras y a bajar al paseo del Mar. Los vemos a todos al mismo tiempo, los vemos desde arriba, casi desde el cielo, en el mismo rincón donde los barcos pescadores esperan salir, en la madrugada azul en la que los niños parten a la Joaquim Ruyra y los poetas que trajo Bolaño, entre los que no me cuento, empiezan a cumplir con su cometido de armar el mundo como un rompecabezas absurdo.

Fantasmas en Blanes


La fábrica y el edificio de la guardia civil lo reciben cuando baja del tren. Tordera ha sido la última estación, la primera del recorrido que arranca en Masanet de la Selva. Ha bajado solo, porque el tren recién arranca su recorrido por el Maresme. Camina, se han dividido las aguas, unos fueron a Lloret, él se ha decidido por Blanes. Se llama Roberto Bolaño, ha cruzado la línea divisoria entre fantasma y personaje, se ha encarnado en e chileno y ahora llega a la encrucijada con la locomotora, pasa la rotonda y se dirige decididamente al núcleo urbano, a encontrarse con la fuente gótica. Ya puede divisar la torre de San Juan, que lo vigila como si un ángel se proyectara sobre él. Otra vez está solo, tan solo como se puede estar cuando hay que empezar todo de nuevo. Pero no importa, porque ha llegado al Paseo del Mar, ha atravesado el mercado de frutas que anida en el Paseig de Dintre y se hace a la mar. No importa lo que tiene que decir o escuchar, que haya tan poco que hacer para sobrevivir. Solo importa que suba por la escalera del convento y pueda memorizar la estructura laberíntica de un pueblo que algún novelista, tal vez él mismo, le ha contado que existe. Se sume en sus cavilaciones hasta que logra hacer pie, subir cada peldaño, conocer al hombre que imprimirá sus ideas, cruzar el puente que le haga sentir en casa. Pagar la primera seña del primer alquiler. Invitar a su mujer a compartir la travesía. Cobrar el primer adelanto en efectivo. No le queda nada, solo las ganas de vivir. Ha llegado al final del sueño, del recorrido del tren que lo ha dejado solo en la estación. Ha llegado descubriendo de nuevo la soledad. Por eso se detiene frente al mar. Por suerte es el comienzo de la temporada. No es mucho lo que se puede hacer, solo esperar las cinco de la tarde junto al mar, contemplando la inmensidad del azul y los mismos camaleones que se tiñen con el tibio sol de mayo. Refrescarse y secarse, cambiarse en el baño público. Solo comer algo por ahí y esperar, con dos duros, a que se hagan las cinco y tratar de convencer a alguien, montar alguna entrevista, sacar la publicación adelante. Blanes ha sido generosa, pero no lo es tanto. Solo lo suficiente como para sobrevivir un día más, en la incertidumbre. No importa, porque finalmente hemos llegado al límite, al refugio. Bolaño ha muerto aquí hace poco, como tantos otros, paseamos por un cementerio, nos encontramos una y otra vez con la misma gente, con los mismos amigos. El Dumas, el Uruguayo que ha fundado la inmobiliaria. La que se ha hecho rica con su hermana, la dominicana de la peluquería, la bella andaluza. Blanes, lugar de cruces, todos son mestizos aquí, todos son recién llegados. El chino del bazar, el holandés de los discos, el otro holandés del restaurante texano, el italiano de la pizzería y la argentina de la esquina, el médico que dirige teatro, la señora que vende frutas, la desconocida que nos deja juguetes en la puerta de casa, la médica argentina que trae a mis hijos en un parto domiciliario. Todos creen en mí y me dejan estar aquí. Hasta que me mudo y lo pierdo a Bolaño. Ya no soy más él, ya soy yo, aquí, viviendo sobre su fantasma, poblando el alma de este gente. Vivo aquí entre fantasmas, como se vive en las historias verdaderas, en las que no dejan resquicios, en las que necesitan la fortuna y la semilla del trabajo para florecer. Vivo una historia de amor con el pueblo. Hasta que me compro las bicicletas y llevo a mis hijos a la escuela de la Vila. Entonces se me aparece el alma de los olvidados, de los fantasmas que recorren los pequeños paseos del interior profundo del pueblo y me recitan los versos de Bolaño, como si mi misión fuera reencarnar algo de lo suyo, algo de Planells y algo del mar, hasta que pueda encontrar mi lugar y mi paz.



Las ciudades y los muros

Nos hemos propuesto seriamente volver el tiempo atrás. Queremos recuperar una ciudad perdida. Una ciudad sumergida. Una ciudad invisible. Para hacerlo, hemos tenido que tomar decisiones drásticas. La primera ha sido anular el presente. Nos ha costado, pero ahora solo vivimos de recuerdos. De imágenes, de percepciones sensoriales y racionales acerca de cosas que han pasado y que nos han hecho daño, nos han mejorado la vida o simplemente nos han dado un sentido de pertenencia. Somos gente sin presente, solo vivimos en esos recuerdos que recreamos permanentemente. El segundo paso ha sido abolir el futuro. Hemos decidido que no vale la pena molestarse por construir una historia nueva, que con la historia pasada basta. Entonces les hemos reunido a todos los niños de la ciudad en un bar, a los pocos que quedan. Y les hemos dicho: pueden quedarse siendo niños, no hay que molestarse en crecer.

Una vez definida esta estrategia, nos hemos visto capacitados para describir la ciudad en la que vivimos: es una ciudad amurallada, la gente se dedica todo el día a preparar la comida, existen distintas clases de pescadores y de agricultores. Y existen unos señores que detentan el poder a quienes no se les cuestiona nada. Y sobre todo, no hay nada que explicar. Es muy simple, todo está escrito en un libro sagrado, hay unos señores que a ese libro lo interpretan y lo explican y no hay más que seguir su consejo para ser feliz. La arquitectura y el entorno reflejan este estado de cosas. El mar es aún bello, la arena es extensa, la playa está tan virgen que los seres vivos que allí hay hasta pueden representar una amenaza, aún tememos las tormentas y los cielos cargados. Aún nos recreamos en un azul infinito, literalmente infinito. La mujeres cosen al rescoldo en las cocinas enormes, que son el centro de la vida. Todo se aprende en casa. Cada uno tiene su oficio. No hay nada que conecte a la gente entre sí, solo el verse por el pueblo. Nadie ha viajado tierra adentro nunca. No se sabe lo que hay detrás de las montañas. Solo hay agricultores en los alrededores, que venden sus cosas en el mercado. Solo hay pescadores que dependiendo si pescan con red, si dejan los cebos o si se sumergen, regresan a distintas horas. Y vivimos aquí, en este pasado armónico, en un orden que no se altera por nada. Ni siquiera cuando nuestro señor feudal nos manda a morir, cuando arrecian unos piratas en la costa, cuando nuestra torre fortificada tiene que conectarse con señales de humo con alguna otra torre para alertar un peligro. No importa aquí estamos. Por un momento hemos pensado que el proyecto es viable. Pero no. Lo primero que sorprende el ver el Mc Donalds a la entrada del pueblo, ver las naves, pero no las naves piratas que quieren invadir. Las naves industriales. Naves que no llevan, sin que anclan cosas que aparecen y al cabo de un tiempo desaparecen, un restaurante, un spa, una tienda de ropa. Luego sorprende ver tantas ventanas detrás de las que no vive nadie. Vemos fantasmas de los que vienen unos días al año a disfrutar de algo que desaparece: la arena, el sol. Finalmente sorprende ver a tantos niños dispuestos a tomar el futuro en sus manos. Llevando a sus padres por ahí, creciendo día a día, dándole vida a las calles y a los negocios. Vemos que hay gente diversa, hablando distintos idiomas, haciendo cosas por sobrevivir, con rituales, costumbres, maneras de ver las cosas extrañas. Entonces nos damos cuenta que es imposible. Que el futuro existe, aunque ya parezca que no hay cosas que decirse. Que la comida pierde su sabor, que no se puede aportar el fruto del trabajo. Que los agricultores pierden su cosecha. Que se terminan los peces. Que no hay más libros sagrados, sino muchos libros para escoger. Parece que la cosa no terminó cuando se derribó la muralla. Ni cuando se fue el último soldado. Parece que la cosa sigue. Y ahora hay que inventarla de nuevo, a la ciudad por mucho que duela no poder volver a ese orden primario y basal que tanto bien nos hacía. Y esa ciudad invisible tal vez está en esta ciudad.


Ariel Halac

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